Tenemos ya el Plan Nacional de Paz y Seguridad del gobierno de López Obrador. Debo decir, de entrada, que me parece una propuesta creativa y con elementos audaces. Una nueva relación con las drogas, como uno de los puntos del plan, es probablemente lo más llamativo y prometedor. El planteamiento de una política de prevención y particularmente, la atención a los jóvenes, despunta como un elemento novedoso y promisorio. Ahora falta que el presupuesto y la coordinación institucional sean lo suficientemente coherentes para que la propuesta tenga un impacto en la reducción de los niveles de violencia que hoy enlutan el país. Hemos aprendido que una política social puede ser encomiable en sus propósitos, pero si no está apropiadamente dirigida, puede tener el efecto de un colador en un océano. Creo, asimismo, que en el tema de prisiones y reinserción, el texto programático permite esperar aperturas fructíferas.

El presidente le da una vuelta creativa al tema de la militarización del país, para quedarse exactamente en el mismo lugar, pero con un enfoque constitucional diferente. Es decir, el Ejército se mantendrá desplegado en abierta oposición a todo lo que él mismo dijo en campaña, pero resuelve la debilidad constitucional que finalmente quedó expuesta con la decisión de la Suprema Corte sobre la Ley de Seguridad Interior. La creación de una Guardia Nacional, que en cierto sentido es una policía nacional militarizada, despierta preguntas, las cuales tendrán que irse atendiendo en las próximas semanas. La primera es si la Guardia absorberá la totalidad de la Policía Federal y por tanto, el secretario de la Defensa quedará con el mando de tropa y, quien se anticipaba como poderoso secretario de Seguridad, quedará como responsable de inteligencia y protección civil. En la correlación de fuerzas del gabinete esto tiene muchas implicaciones.

Ahora bien, las consideraciones regeneradoras en el ámbito moral me parecen superfluas y redentoras. No propias de un Estado laico que debe imponer orden, el imperio de la ley y procurar, en todo caso, la promoción de una cultura de la legalidad y patriotismo constitucional y no visiones conservadoras de la tradicional familia mexicana que no corresponden, a mi juicio, con un gobierno de izquierda que quiere asumirse con identidad juarista. Tampoco me parece comprensible que, en un documento de Estado, salgan a relucir las obsesiones políticas de los redactores, como decir, por ejemplo, que a partir de 2006 se abandonó la procuración de justicia. ¿antes de 2006 vivíamos en un mundo idílico que destruyó Felipe Calderón y su guerra? Menos aún creo que la perla ideológica contenida en el pilar cuatro, referido a la regeneración ética de la sociedad, en la cual dice que “en el ciclo neoliberal el poder público no sólo abandonó a su suerte a la población para ponerse al servicio de las grandes fortunas nacionales y extranjeras sino que, en conjunto con los poderes económicos, emprendió desde hace tres décadas un sistemático adoctrinamiento de la sociedad para orientarla hacia el individualismo, el consumismo, la competencia y el éxito material como valores morales supremos, en detrimento de la organización gregaria, los valores colectivos, el bien común y los lazos de solidaridad que han caracterizado a la población”. Una palabrería más cercana a una ONG de inspiración jesuita que al discurso de un Estado laico.

Pero la omisión más importante y particularmente llamativa —porque uno de los redactores fue el próximo canciller— es la ausencia de una lectura regional del problema. La situación de México en materia de inseguridad no es muy diferente a la que atraviesan otros países del hemisferio, desde Guatemala hasta Brasil. Suponer que la fuente de nuestros problemas fue un error de Calderón o la implantación del modelo liberal, es una tesis ideológica refutable. Si esas fuesen las razones, Brasil debería ser completamente ajeno a la situación de inseguridad y violencia que atraviesa. Con mayor razón, la antiliberal Venezuela debería ser un modelo de seguridad pública y contención de la violencia. No es la ideología sino la fortaleza de los Estados lo que explica el éxito en esta materia. Por eso Cuba y Nicaragua (también de izquierda) pueden acreditar menores niveles de homicidio. Así como Costa Rica puede acreditar que, con un modelo abierto y democrático, puede ser más eficaz que una Guatemala que ha tenido tentaciones centralizadoras autoritarias. Ignorar la dimensión latinoamericana del problema me parece un tema que debe subsanarse. Pero más complicado aún es no integrar en el plan una visión clara de lo que debemos hacer con Estados Unidos. No hay estrategias de seguridad que no pasen por definir algún tipo de relación con EU por las buenas y malas razones. Ellos son el origen de muchos de nuestros problemas por su apetito insaciable de drogas y su irrefrenable capacidad de exportar armas, pero, al mismo tiempo, son una posible fuente de solución con cooperación y voluntad de atender asuntos como el lavado de dinero o la reducción de los flujos de sustancias ilícitas y armas. Temas que no merecieron ni siquiera media cuartilla en la exposición.

Analista político. @leonardocurzio

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