Para los teóricos de las transiciones simultáneas, un país no completa un ciclo de modernización si no cambian la economía, la estructura política y la social. México es un país que ha vivido transformaciones fragmentarias en estos tres ámbitos, pero no ha completado ninguno de ellos. Las instituciones políticas han tenido una innegable pluralización en sus mecanismos de reclutamiento y el poder se ha diseminado, tanto en la estructura territorial, como en el equilibrio mismo que toda República democrática reconoce. Naturalmente quedan enormes pendientes. En lo que a la rendición de cuentas se refiere, una de las debilidades centrales es que el Estado sigue siendo patrimonialista, dominado por un reparto del botín impúdico. La capital de la República, que tuvo la oportunidad de modernizar sus estructuras administrativas con el cambio en 1997, es el mejor ejemplo de que una administración post priísta es en esencia idéntica a su predecesora. Su Asamblea Legislativa acredita, que aún en temas tan delicados como la reconstrucción, su vocación clientelar y profundamente corrupta le impide una genuina transformación de la ciudad. Si el Frente nos propone un cambio de régimen en la capital, lo mejor que podría hacer es un harakiri para dar paso a un sistema administrativo saludable e impersonal. No me extiendo en este tema pues en cada entidad y en el nivel federal es posible encontrar estas taras e ineficiencias. De la economía no hablaré, aunque igual que en lo político, hay transformaciones que conviven con elementos francamente retrógradas como lo es una estructura salarial casi porfiriana.

Con todo, lo menos desarrollado por paradójico que resulte, es la estructura social. México sigue teniendo una sorprendente pasividad ante la ineficacia gubernamental y una alarmante desidia ante el deterioro que muchos indicadores presentan. Quizá el más inquietante es el desempeño educativo. Los resultados más recientes de la prueba Planea, nos hablan de un desempeño en el nivel secundario que bien podría calificarse de catastrófico. Por supuesto, hay variaciones en el ámbito regional, pero globalmente un joven de tercero de secundaria es un analfabeta funcional. Y eso, a mi juicio, es una derrota colectiva. No hay manera de eludir la responsabilidad del gobierno federal y de los gobiernos locales, así como de los profesores y la calidad de la infraestructura, pero cuando el mal tiene la extensión que conocemos, no es posible que los padres de familia no resulten señalados como corresponsables. Siempre es cómodo para una sociedad con una cultura política de súbditos decir que el gobierno no provee servicios adecuados, pero no hay estructura que se transforme si no hay un contexto de exigencia social que le empuje. Me parece increíble que en todas las escuelas del país la nota dominante sea la pasividad de una comunidad que manda a sus hijos y se desentiende de la calidad de la enseñanza que reciben. Quejarse y esperar a que algún líder iluminado resuelva de un plumazo la vida del país, nos habla de una sociedad poco comprometida con la transformación de su realidad y perdón, pero es una sociedad que no asume a cabalidad su condición de ciudadano.

La semana pasada pudimos ver artículos de plumas tan relevantes como las de Sergio Aguayo y Lorenzo Meyer abordar el espinoso tema de la compra del voto y ese es un ejemplo más de la debilidad del tejido social que es incapaz de defender, por mil razones económicas y culturales, la dignidad fundamental del ciudadano que es votar por quien le dé la gana y en todo caso votar en contra de quien lo ha extorsionado durante años. No es posible tener una democracia moderna con una ciudadanía pasiva que lo único que hace es quejarse de lo mal que está y esperar que el nuevo inquilino del Palacio Nacional le arregle la vida. Perdón, pero este país tiene que transformarse desde cada escuela y cada manzana y eso solo va a ocurrir cuando tengamos más ciudadanos que clientes o más padres participativos que indignados pasivos que ven como sus hijos reciben una educación de infame calidad.

Analista político.
@leonardocurzio

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