Debemos a Descartes aquel principio (o advertencia) de que todos los humanos estamos dispuestos a reconocer que hay otros más altos (que remedio) más guapos (así es la vida), más ricos (lo que se ve no se juzga) o más preparados, pero nadie, absolutamente nadie, reconocerá que tiene menos sentido común que los otros, sean banqueros, jornaleros, cocineras o cirujanas. El fundamento de una democracia moderna se basa en reconocer que todos tenemos una reserva de sentido común y por tanto sabemos qué le conviene al país.

La gente no es estúpida o, si se piensa que lo es, debemos reconocer que un planeta con 7 mil millones no puede ser gobernado confiando a cretinos el destino de la especie. El sistema democrático presupone virtudes equilibradoras en los ciudadanos y no una legión de facinerosos siguiendo el canto de sirena de un desalmado especulador inmobiliario metido a político y con ánimo de construir muros y bajar impuestos a los más ricos. La gente no es idiota. Pero toma malas decisiones porque se irrita, se ofusca, se indigna. Una persona alterada no es un idiota, pero puede tomar decisiones absurdas y como prueba cito a nuestros vecinos al norte y al sur. No olvidemos que en el norte gobierna un personaje que si no fuera por su sevicia nos inspiraría hasta lástima y en el sur tenemos a un comediante.

Un pueblo alterado puede hacer muchas cosas de las que después se arrepentirá (porque esas aventuras nunca terminan bien), pero la responsabilidad no recae tanto en el iracundo como en aquellos en los que en su momento debieron fomentar la templanza, el sentido de concordia, la tolerancia y en general propiciar el recto proceder de la administración pública. Ya lo comentábamos con la lección de Venezuela, el chavismo es una consecuencia directa de más de una década de insensibilidad y malos gobiernos. Un pueblo irritado puede mandar al demonio cosas que hoy nos parecen valiosas como la estabilidad macroeconómica, porque está cansado de ver a sus élites insensibles a lo que le indigna.

¿Qué indigna más al ciudadano ahora que tenemos sobre nosotros centenares de muertos, miles de casas afectadas, 10 mil escuelas dañadas y 328 mil negocios golpeados por los terremotos? No le indigna, como ocurrió en 1985, la ausencia de coordinación de los gobiernos y en particular el federal. Al contrario, hay un amplio reconocimiento de que las fuerzas armadas han trabajado con denuedo y profesionalismo y que el gobierno ha articulado bien su respuesta; lo que le indigna es que las cifras del costo de la reconstrucción se empiezan a comparar con otras y las preguntas incómodas vuelven a la mesa.

Si la cifra inicial de costos de la reconstrucción es de 37 mil millones de pesos, mucha gente opina que se retire el financiamiento a los partidos y se supriman los plurinominales, vamos que se suprima todo el aparato electoral, incluida la credencial del INE. Eso nos daría el costo de la reconstrucción y luego: ¿Quién nos dará una credencial válida para identificarnos? ¿Los gobiernos locales que no atinan a poner una placa a todos los vehículos? ¿El gobierno federal que no consigue tener un registro funcional de celulares robados o usados para la extorsión? La irritación por el alto costo de la vida política (que se tiene que reducir) no omite el despliegue de otras preguntas corrosivas. Supongamos (y creo que es posible) que nos ahorramos todo el gasto electoral (no creo que sea buena idea privatizar la vida política) y reducimos las campañas a tres o cuatro debates en televisión y que el soberano decida. Sería un paso simbólico (y a lo mejor muy relevante) pero el ahorro no se notaría mucho en la vida de la gente y la sensación de que algo está mal en el cálculo del consenso (lo que se paga y lo que se recibe) seguiría provocando irritación.

Un ciudadano indignado compara el costo de reconstruir con los desfalcos de los Duartes, que por funesta coincidencia son parecidos al monto de la reconstrucción. Después analiza el mamotreto que es el PEF (presupuesto federal) y se pregunta si 5.2 billones están bien gastados y si el dinero que hoy se gasta implica mejores servicios públicos. La verdad es que la gente se irrita con razón con los partidos, pues si vemos el costo no solamente de su financiamiento sino el del Legislativo y de los Congresos locales (empezando por la capital que cuesta al año más del doble de lo que el PRI propone que se entregue a la Federación este año) que excede los 28 mil millones de pesos.

Comparen la magnitud que quieran. Hoy los poderes del Estado y los niveles de gobierno tienen más dinero que nunca y los servicios son iguales o peores. Perdón, pero eso irrita al más paciente de los pueblos.

Analista político. @leonardocurzio

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