A lo largo de las últimas semanas se ha podido constatar que aún persiste una brecha considerable entre la realidad y las expectativas de diferentes colectivos respecto a su visión de las medidas que es preciso adoptar para controlar la corrupción en México, así como la manera en la que debe enfocarse el esfuerzo del conjunto de organismos gubernamentales que componen el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), para que éste alcance resultados visibles en el corto plazo.

Esto ha generado mensajes equívocos que, al ser recogidos por una opinión pública agraviada por la prevalencia de este fenómeno, y por organismos de participación ciudadana que buscan mantener incondicionalmente una posición crítica respecto a la acción gubernamental, han resultado en un incremento del escepticismo y desconfianza de la sociedad respecto a los méritos de esta estrategia.

Dicha situación ha llevado a la existencia de una visión del combate a la corrupción en dos velocidades e inclusive, en dos sentidos diferentes: mientras que la sociedad, los medios de comunicación y los formadores de opinión exigen la aplicación de medidas que arrojen resultados inmediatos y contundentes contra personas específicas —independientemente de su factibilidad legal, administrativa o técnica—, el diseño del SNA busca obtener, en el mediano y largo plazos, cambios derivados de la aplicación de acciones transversales y que abarquen los temas de mayor impacto en la gestión del Estado.

Creemos que la visión sobre la corrupción centrada en el individuo debe ser superada, puesto que no depende esencialmente de las cualidades personales de los servidores públicos. Se requiere más bien abordar este tema desde una perspectiva integral, basada en el análisis de las condiciones estructurales en el entorno de las entidades públicas, que propician la recurrencia de vicios y fallas de toda índole, que afectan su adecuada gestión. Lo anterior, sin menoscabo de la debida aplicación de sanciones ante irregularidades sustentadas en hechos y evidencias.

Se ha hecho patente también que la corrupción tiene un sustento eminentemente organizacional, es decir, el desarrollo y reproducción de malas prácticas se debe, sobre todo, a la existencia de circunstancias, tanto legales como operativas, arraigadas en el accionar cotidiano de las instancias públicas.

En otras palabras, este tipo de situaciones que contravienen el interés general, se multiplican y refuerzan mutuamente a lo largo del tiempo, dando lugar a la creación de redes complejas de intereses y complicidad que presentan la capacidad de expandirse hacia otras áreas dentro de la administración pública e, incluso, hacia el sector privado.

Otro elemento que animó desde un primer momento el diseño de la actual estrategia anticorrupción fue el reconocimiento de la condición estructural de este fenómeno y, por consecuencia, de la necesidad de actuar directamente sobre sus causas, no simplemente paliar sus efectos.

Resulta delicado entonces que se generara una corriente de opinión que haya contrapuesto al elemento ciudadano del Sistema con los actores gubernamentales, sin reparar en las necesarias diferencias de enfoque que existen entre ambos campos y que, de hecho, forman uno de sus principales activos.

La creación del SNA representa una política de Estado que incluye un rol central en su conducción a representantes de la sociedad civil, designados a través de un proceso abierto y transparente. Hasta hace unos años, un diseño así era simplemente impensable. Sólo a través de una unificación de estas visiones se lograrán resultados reales.

Auditor superior de la Federación

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