Desde el miércoles pasado, México tiene ya un Presidente Electo en la persona de Andrés Manuel López Obrador. Llega con un respaldo ciudadano como no se había visto en nuestro país desde que se tienen procesos electorales libres y democráticos, más del 53% de los mexicanos votó por él en la pasada elección. Estudios de opinión que se han llevado a cabo en las últimas semanas confirman que la mayoría de los ciudadanos están contentos y conformes con el resultado de la elección y la forma en que se viene desarrollando el proceso de transición; también corroboran el optimismo y la gran esperanza que tiene la sociedad de que las cosas, ahora sí, van a cambiar para bien en nuestro país. Con expectativas tan altas el reto de la próxima administración es enorme. La gente que lo apoyó con su voto —incluso los que no lo hicieron— espera mucho del nuevo gobierno y lo esperan pronto.

En los últimos treinta años, el sistema político mexicano pasó, de manera progresiva y gracias a una serie sucesiva de pactos, de un régimen de partido hegemónico que se caracterizaba por la monopolización de los espacios de decisión política, a un régimen en el que muy distintos actores compiten entre sí por el respaldo del electorado y por la posibilidad de acceder al poder político. El arribo a la normalidad democrática que se dio a través del voto en procesos electorales competidos, libres y equitativos, trajo consigo la distribución del poder político y, a partir de 1997, un sistema de pesos y contrapesos, principalmente, entre el Ejecutivo y el Legislativo, que marcó las últimas administraciones. Hasta el día de hoy, la decisión política es una función compartida entre distintos actores políticos. A eso, para bien o para mal, nos habíamos ya acostumbrado.

Los resultados de la elección del primero de julio van a transformar el modo en el que se ejerce el poder político. La coalición de partidos que triunfó en la elección tiene la mayoría absoluta en las dos Cámaras que integran el Poder Legislativo, lo que les permitirá por sí mismos aprobar nuevas leyes y reformar las actuales; también aprobar los presupuestos. Y además tienen al alcance de la mano la mayoría absoluta: dos terceras partes en ambas Cámaras federales y, por si fuera poco, también tienen la mayoría absoluta en más de diecisiete de las Legislaturas locales, lo que les permitirá modificar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Esto pone a la próxima administración en un estatus diferente: no van a requerir del apoyo de otros actores políticos para gobernar como mejor les parezca, los electores decidieron con su voto darle poder absoluto.

Esto último, que a simple vista parece una gran oportunidad, puede también representar el mayor riesgo para la próxima administración. El principal reto será que los problemas y necesidades sociales que aquejan a nuestro país y que, por cierto, fueron el principal motivo por el que muchísimos ciudadanos dieron la espalda a otras alternativas políticas, encuentren una pronta respuesta del nuevo gobierno; de no lograrlo, el desencanto está a la vuelta de la esquina.

Yo, como el resto de los mexicanos, hago votos para que el próximo gobierno pueda corresponder al optimismo y la esperanza de la sociedad. Son muchos y muy graves los problemas que nos aquejan —inseguridad, corrupción, impunidad, pobreza, desigualdad, entre muchos más— pero la nueva administración que encabezará Andrés Manuel López Obrador tendrá un capital político que no había tenido en nuestro país ningún gobierno electo democráticamente: una cómoda mayoría en el Congreso de la Unión y el apoyo de la mayor parte de la sociedad. Por el bien de México, deseo que sea así.

Abogado. @jglezmorfin

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