El laberinto de la confusión. Primeramente Dios, AMLO será presidente, anunciaba una ‘cabeza’ de primera plana de EL UNIVERSAL del jueves pasado. Esta ‘revelación’ me hizo rememorar el lenguaje de los caudillos conservadores en medio de episodios sangrientos de las guerras político religiosas y de intervención extranjera que padeció el país hasta pasados dos tercios del siglo XIX. Pero la frase aparecía en esta segunda década del siglo XXI. Encabezaba la entrevista que le hizo Ariadna García al presidente del Partido Encuentro Social (PES), Hugo Erik Flores Cervantes, tras la conversión de éste al culto por la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador. Y AMLO aseguró ayer no tener diferencias con su nuevo aliado. Tampoco pude evitar la asociación de la plegaria de don Hugo Erik con la frase: ‘Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios’, grabada en las pesetas alrededor del busto del dictador instalado en el poder por 40 años, después de la cruenta guerra civil que provocó su levantamiento contra la República.

La invocación al poder divino del líder del PES mexicano puede resultar congruente con su fe en la causa de un reciclado aspirante presidencial de corte caudillista que parece asumirse además como elegido para cumplir un destino superior. Ya AMLO se había apropiado desde el nombre de su partido, Morena, del símbolo espiritual del mexicano. Después pasó a declararse ‘guadalupano’, ‘juarista’ y asociado a cristianos evangélicos. Pero nada bueno se puede esperar del regreso de las religiones como propulsores de proyectos políticos. No sólo sería un retroceso riesgoso: nos colocaría de lleno en el núcleo de la degradación de las democracias en el mundo, que en México y Estados Unidos se expresa en el auge electoral de liderazgos autoritarios que apelan a creencias y emociones básicas, invocan teorías conspirativas y confunden pelear contra injusticias con sembrar resentimientos y divisiones sociales.

Refuerza este laberinto de confusiones el Frente de varios nombres que encabeza el PAN, el partido que nació en la derecha contra el gobierno de Lázaro Cárdenas, pero que ahora incluye al PRD, el partido fundado en la izquierda por el hijo de aquel presidente nacionalizador. Si sólo hubiera esas opciones, el electorado quedaría atrapado entre AMLO, un caudillo populista que hace manifiesta su inclinación a la derecha oscurantista, y Ricardo Anaya, un hábil y ansioso joven que ha dejado una cauda de damnificados y enemigos, de derecha a izquierda, en su empeño (logrado) de controlar el partido histórico de la derecha y el partido que aglutinó a la izquierda hace 30 años. Explícita e inteligentemente, ahora se propone ocupar también el centro político como condición para alcanzar el poder presidencial.

La lucha por el centro. Junto a la claridad de opciones para el electorado, la otra gran víctima de estas primeras batallas rumbo al 2018 ha sido la izquierda: uno de sus partidos, el PRD, uncido a la candidatura presidencial del PAN; el otro, Morena, bajo el férreo control de un candidato populista que mezcla lo mismo una corriente marginal de comunismo norcoreano que otra de derecha religiosa. Ambas coaliciones aspiran a desplazarse al centro, donde habita la mayoría del electorado. Pero allí parece afirmarse con naturalidad el PRI, con un pre candidato apartidista, José Antonio Meade, que se ha dedicado a conducir su pre campaña para lo que es: para ganar el apoyo del partido que lo lanza y refrendar sus alianzas con el Verde y el Panal.

Mostrar las cartas. Meade parece fincar su valor diferencial en que no deja caídos en el camino ni se ve envuelto en controversias por la extravagancia de sus propuestas o de sus alianzas. Parecería construir una apuesta por la sensatez, sin crispaciones ni aspavientos, como el único aspirante de probidad y experiencia en altos cargos de gobierno, en contraste con la apuesta de sus adversarios, aparentemente empeñados sólo en explotar humores sociales alterados.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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