Frida, la rescatista, es un producto magnífico. No acuso que sea premeditado, pero su popularidad obedecerá, en algún sentido, a la combinación de factores incontestables. Es un canino de apariencia noble y serena, sin olvidar los célebres guantes. Al ser perro, además, no emite palabra alguna. De modo que no incurrirá jamás en el delicado riesgo de ser políticamente incorrecto, cosa que se agradece harto en una época cargada de tantas voces. Para terminar, lleva el nombre de uno de los símbolos más queridos profunda y superficialmente que nos inflaman de mexicanidad. A lo mejor no ubicamos una sola de sus pinturas, pero ponemos a Frida en los billetes, en los imanes de refrigerador y en las agendas ejecutivas 2018. Cómo no iba a abarrotar un desfile o estadio el binomio rescatista. Pero hasta la belleza cansa, como pregona José José, y toda la efervescencia encuentra asiento -que no remanso- en esta ciudad, que ya no es la misma pero sigue siendo ciudad.

Ha pasado ya un mes y no se ve la hora en que dejemos de mirar las fachadas de los edificios. Hemos integrado a nuestras actividades cotidianas los diagnósticos de bolsillo y, así como adoptamos socavón a nuestro léxico usual, no sorprende escucharnos explicando espacios vitales, trabes mal puestas y daños estructurales. Sigue quitándonos la calma el sonido de un carro de tamales o la campana de la basura pero hemos cobrado valor suficiente para subir las escaleras de esos edificios que, suerte e infortunio a la vez, no quedaron tan mal como para desalojarlos pero tampoco tan bien como para tener un dictamen real pegado en la entrada que nos quite el temblor en las rodillas dentro del elevador.

¿Correrá la misma suerte el símbolo de Frida canino que el de la artista de Coyoacán? Cuando se vacíe la serpentina detrás del icono de fortaleza y solidaridad, qué nos va a quedar a toro pasado.

El tiempo, como suele hacer, pondrá en su lugar cada cosa. No sé si somos muy distintos, pero algunas cosas sí cambiaron. A lo mejor no las que uno más quisiera moldear, mas hay algunas diferencias sustanciales. Pertenezco a una generación puente, que vio la explosión de internet, tuvo cassettes, discos, memorias usb y ahora nada. Pero hay un grupo más grande al que pertenecemos muchos. Uno que vivió en una era anterior a las alertas sísmicas. Hasta hace no tantos años, uno se enteraba del temblor cuando la lámpara se transformaba en péndulo. De ahí que la instrucción era buscar el quicio de la puerta y la oración más potente que se tuviese a la mano. Eso también explica por qué muchos fuimos reacios –hasta ahora- a comportarnos como el sistema de alerta esperaba: al menos cuarenta y cinco segundos para acomodarse las pantuflas y salir del edificio. Nunca ha sido más pertinente la frase “evolucionar o morir”.

Lo cierto es que ahora viene la parte más difícil. Imaginar y levantar la ciudad es un ejercicio que requiere resolver mucho más que hacia dónde van los donativos millonarios con los que algunos avezados ya han hecho sumas y divisiones. Así como es menos glamuroso sentarse a revisar la obra plástica de Frida, será mucho más laborioso enfrentar concienzudamente los problemas públicos que el terremoto hizo muy evidentes, más allá que compartir fotografías de la celebridad canina.

No hemos cambiado tanto. Estamos hechos del mismo material a prueba de la gastronomía urbana de la capital, pero tampoco desapareció por completo el entusiasmo de ayudar. No creo que haya sido solamente una moda y maraña de tuits que se pierden en ese limbo de las letras que dejamos en visto. Asoman esfuerzos interesantes de diseñar aquello que se quiere reconstruir, de monitorear qué ayuda va a dónde, quién la recibe y por qué hay necesidad de escoltar un camión lleno de víveres por la carretera. Cada vez hay menos calles cerradas, pero nos quedan todavía esos huecos de edificios que ayer eran parte de la escenografía de nuestras vidas. Nos van a seguir doliendo las ausencias, aunque no hayamos llegado a conocer a quienes nos faltan ya. Al menos esta generación, que ya no se hinca sino que reza mientras baja escaleras de dos en dos, recordará durante mucho tiempo esos huecos de personas, más que de inmuebles. Nos quedan las historias maravillosas de rescates imposibles, las redes increíbles de distribución de herramientas en bicicleta, y aunque ya no quede rastro de esas publicaciones efímeras donde todos ofrecíamos casa, café y un sillón donde repartir nuestro miedo, incluso si después de este Halloween nadie se vuelva a disfrazar de Frida, con antifaz y guantes perrunos, la ciudad es otra, y nosotros también. Me gusta pensar que algo cambió en lo individual, porque el miedo no anda en burro, pero también en lo colectivo, porque la empatía difícilmente pasará de moda.

Investigador del CIDE. @elpepesanchez

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