Me da la impresión de que el análisis del devenir electoral se ha vuelto más denso últimamente. Quiero decir que nunca antes me percaté de tantas mesas de opinión previas y posteriores a un debate entre candidatos presidenciales. Acaso sea muy millennial darle crédito al posmodernismo bigdataiano en el que vivimos, pero antes no era tan popular preguntar dónde se pone bueno el posdebate como quien busca la discusión tras un partido de futbol.

Sin embargo -y como casi siempre- cantidad no es calidad. Y tengo una segunda impresión de que, aunque aparentemente estamos más interesados en la elección del siguiente presidente, no nos queda muy clara la médula de esa decisión, es decir, ¿qué debería importar en esta discusión?. Como cuando uno opina de futbol porque es pleno mundial pero no tiene ni la más pintoresca idea de qué hace un volante o un media punta. Me permitiré, sólo para remar contra corriente en el río de las analogías antes de la temporada donde todo será futbol, cambiar de terreno y preguntar, como anuncia el título, si necesitamos a un presidente o a un violinista para dirigir al país el próximo sexenio. Preste atención.

No hace mucho, en uno de estos programas de análisis, le dio a algún interlocutor por comentar que un presidente es como un director de orquesta. Me permito tomar prestada esa figura porque difiero de lo que se comentó después para alimentar la analogía y creo poder llevarla a mejor puerto. Para que este ejercicio de retórica no nos meta en más embrollos, habrá que entender también qué es lo que hace un director de orquesta. Usted sabrá que se trata del hombre o mujer que se sitúa en una peana frente a todos los músicos, sostiene una batuta y mueve las manos como si estuviese amasando el aire.

Pero, ¿hay algo más que agitar las manos? Es decir, si cada músico en la orquesta es elegido por su virtuosismo y tiene frente a sí una partitura donde dice exactamente qué nota tocar durante cuánto tiempo, ¿no bastaría con contar un compás de entrada para que todos fluyan y suenen majestuosamente las sinfonías? No necesariamente. La interpretación de eso que está escrito en los papeles hace toda la diferencia. El director establece la velocidad y ritmo, la intensidad o volumen con que se toca determinada frase y, aún más importante, las emociones e intención que han de imprimirse colectivamente al tocar.

De ahí que piense que se trata de una analogía muy pertinente para ayudarnos a elegir al presidente. ¿El ejecutivo federal hace algo más que amasar el aire y proferir discursos frente a sus familias de instrumentos? ¿Debió haber estudiado la ejecución de un instrumento durante toda su vida o se trata de una labor más integral? Sigamos suponiendo. Tenemos a tres directores de orquesta. Todos ellos distintos uno de otro. Pero queremos que toquen la misma partitura, el mismo México pacífico, desarrollado y armonioso. Aunque se trata de la misma pieza, estará de acuerdo en que existen distintas maneras de interpretarla. El analista a quien le tomé prestado el ejemplo defendía a uno de ellos, explicando que se trata de un excelente violinista, representante intachable de una de las familias de instrumentos o sectores del quehacer público. Es más, ha estado en dos orquestas distintas y en una tocaba violín y oboe, en tanto que en la otra tocaba primero la trompeta y después los timbales, aunque usted no me lo crea.

El segundo director es una joven promesa. Decidido y locuaz, fue asistente de un director de orquesta estatal y no cuelgan mayores medallas de su currículum, pero ha logrado cautivar a un público suficiente como para competir en nuestra orquesta mayor.

El tercer director es un veterano que dirigió la orquesta capitalina y ha intentado antes hacerse de la batuta mayor, sin hasta ahora conseguirlo. Aprovechó el tiempo para hacerse de una orquesta y visitar cuanto teatro municipal se le pusiera enfrente.

¿Con eso tiene usted para elegir a un Maestro y sentarse con programa en mano y fluir entre movimientos?

El problema con el primero es que un excelente violinista no hace a un director de la misma calidad. Por mucho que sus credenciales lo antecedan como un virtuoso con carrera inmaculada en la familia de cuerdas. Tocar el violín magistralmente, o encabezar un ministerio –digamos que el de Hacienda, por citar alguno- no son lo mismo que dirigir a la orquesta entera. Necesitamos, a reserva de su mejor opinión- un líder que entienda cómo se tocan todos los instrumentos pero que tenga un liderazgo y a unos miembros de orquesta que nos aporten confianza. Y ahí radica la preocupación con este primer director: algunos de sus músicos han construido una reputación cuestionable en temporadas anteriores y, otros más, después de tocar se llevaron hasta el banco del piano. El director de orquesta tiene un peso muy importante, pero es difícil saber si podrá acabar con los hábitos de una orquesta acostumbrada a sus valses.

El asunto con el segundo no es que no tenga más cartel que el de músico de orquesta estatal, sino que ha dejado en el camino a otros posibles directores de su mismo grupo a base de empujones y golpes de atril. Prueba de ello es que, en esta difícil decisión, se nos presenta de cuerpo entero como un director capaz pero no sabemos quién va a tocar con él, porque la orquesta que tenía dejó muchas sillas vacías mientras veía avanzar a esta joven promesa. ¿Le damos un voto de confianza a un director que no tiene orquesta? Dentro de su agenda conviven músicos que prefieren los valores tradicionales y el clasicismo en tanto que otros más podrían ser asiduos de Wagner e incluso de un modernismo más radical. ¿Puede un director conciliar ambas ideologías y preparar los arreglos de una orquesta desarmada que tira para dos caminos diferentes?

El tercero tiene también sus bemoles. Se trata de un director popular que se ha hecho escuchar en plazas de todo el país. Genera simpatías y rencores por igual pero ha cobrado mucha fuerza en esta contienda. Hay algo en su propuesta musical de la temporada que a algunos les remite a un clasicismo algo anticuado y conservador de la época del desarrollo musical estabilizador, pero es el único que nos ha puesto en el folleto quiénes van a tocar los aliento madera, quiénes las percusiones y quiénes las cuerdas frotadas en su equipo. Basa su fortaleza en la interpretación. Parece que conoce bien la partitura pero no nos dice nada más que las emociones que la pieza le evoca. Cierto es que hace falta mucha pasión para ser director de orquesta, y que queremos que le imprima a la ejecución ciertas emociones, intención y determinado conjunto de valores. Pero las emociones y buenas intenciones no remplazan la técnica. ¿Confiamos en que, cuando baja del templete, escuche a sus arreglistas, se siente con el fagot y la flauta para construir una estrategia para abordar los pasajes complicados de la pieza? La duda está en el aire que marca su batuta para saber si esa honestidad y valores con los que se ostenta son suficientes para tocar este huapango.

Si no lo he confundido al hartazgo hasta ahora, entenderá que el presidente como director de orquesta es un cargo complicado. Un querido amigo sostiene que la combinación de emoción y técnica es un equilibrio diminuto y raro en los directores de orquesta. Cita con autoridad a Carlos Kleiber, entrañable director que agitaba las manos con pasión y cuyos ensayos con orquesta son harto interesantes por la profundidad con la que conocía la música. ¿Qué director queremos nosotros? ¿Uno que domine a la orquesta al filo de que nadie contravenga sus ideas? ¿Uno que esté completamente dominado por la orquesta y, por mucha pericia y oficio que tenga quede subsumido en la dinámica del colectivo?

Buscamos un líder que estudie la obra que va a tocar como nadie, que la conozca incluso antes de empezar a ejecutarla. Que conozca a sus músicos, confíe en ellos y logre persuadirlos en el ritmo y la intensidad. Son tantos instrumentos que, aunque haya buenos instrumentistas, no pueden ejecutarse solos al mismo tiempo.

El presidente, como el director de orquesta, marca el tiempo, y no sólo define qué tan rápido se hacen las cosas sino qué cosas deben ir primero. Priorizar, en el contexto harto conocido de escasez de recursos, es la tarea más importante, a mi entender.

Y tiene usted toda la razón. El director debe ser, además, suficientemente habilidoso para hacer que toquen sin disonancia ciudadanos de a pie, organizaciones civiles, religiosas, empresarios, congresos federal y estatales.

Finalmente, y como le he escuchado decir en algún video al director y compositor Esa-Pekka Salonen, una de las mayores complejidades del oficio del director de orquesta –y del presidente- tiene también que ver con el tiempo. Un buen director vive en dos momentos distintos: está en el presente, mientras sus músicos tocan la partitura de este México posmoderno. Mientras se suceden fenómenos meteorológicos, manifestaciones, caídas insospechadas del crudo, mientras juega la selección. Y también un poco adelante. En ese mediano o largo aliento que, a veces, no es más lejos que mañana. En la prospección del México del futuro que, aunque cada quien sueña distinto, sin duda es un país increíble. Como dice el director finlandés recién mencionado, “el director administra la música en el eje del tiempo”, mientras vive en el presente y también en el compás siguiente, mientras dirige la técnica y la emoción de un país entero.

Escritor.
@elpepesanchez

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