Pocos estarían en desacuerdo. Uno de los elementos distintivos de estos tiempos en el mundo es la migración. En un sentido amplísimo, vaya. No solamente la tecnología nos permite estar un día en Camboya y al otro (o al día y medio, no exageremos) en Los Ángeles. Si otras épocas presenciaron los horrores de la guerra, a nuestra generación le toca encarar también sus densos sinsabores. Se derriten los glaciares, se termina el agua y, por increíble que parezca, se nos reduce el mundo. En México, donde la frontera nos cruzó y no al revés, hacer maleta no es nada nuevo. Tan pasado de moda está el irse para el otro lado que ahora la cifra de migración México-Estados Unidos es negativa.

Pero en el mundo hay más viajeros, tristemente forzados. Dudo que haya realidades más duras que llenen las páginas de estos años en los libros de Historias que las crisis humanitarias que tienen la potencia para destruir lo que siempre ha sido casa y empujan poblaciones enteras hacia la extrema contracorriente a quién sabe dónde. Se nos hace pequeño el mundo porque algo hicimos tan mal como especie dominante que el ecosistema menos hostil se encoge y humanos igualitos a nosotros se lanzan en balsas, trenes y en sus piernas a escapar de más guerras, más hambrunas, de lo que ya no existe como su espacio.

Todo esto viene a cuento porque nos está costando mucho entender la naturaleza, el significado y el tamaño de las caravanas migrantes. Cierto es que un tren atravesando Centroamérica con historias unas bellísimas y otras ominosas, se nos ha hecho parte del paisaje cotidiano. Pero veíamos, al menos en México, el asunto muy lejano, de esos temas muy a la distancia que la vieja Europa encara, con un aire añejo y dulzón. ¿Quién va a querer escapar de otro lado para venir a México? Pues varios, pero para otros muchos el país es un puente hacia ese otro lado que a lo mejor es igual de hostil pero en maneras más disimuladas.

Aunque las caravanas migrantes nos toman por sorpresa, a gobernantes y gobernados, nos dejan estupefactos y no atinamos ni a ayudar ni a condenar a quienes les hacen el camino más ingrato a los viajantes, definitivamente el movimiento humano no es un asunto reciente. Es, sin temor a equivocarme, más viejo que la política migratoria, que las fronteras y que el gobierno que usted mande.

Viene el día de acción de gracias en Estados Unidos. Acaso la fiesta más importante del año en la unión estadounidense. Y es muy curioso que celebre la sobrevivencia de una caravana, rememora una cena portentosa que salvó de la muerte a un puñado de migrantes, de exploradores, de viajeros. Hay, no dude, elementos en común entre esos viajeros y los que vemos hoy. El hecho de que el mundo esté más que descubierto no le quita lo valiente al que viaja. Los espera un escenario al menos igual de adverso que aquél de los colonizadores ingleses hace más de cuatrocientos años en Virginia.

No me mal entienda. Esto no es una apología de la anarquía, de la caída de los sistemas sociales, del orden, de lo que nos hace humanos. A un mundo que ya tenía todo le inventamos instituciones, cámaras de representantes, divisiones de poderes, canciones, sonetos, democracia y valores que no acabamos de entender pero que lo significan todo, como la paz, lo justo, lo equitativo.

Inventamos todo aquello para hacer la vida menos incierta. Tenemos el ingenio para imaginar eso que es intangible pero que hace la vida mejor. Sin embargo, el problema de los artificios, a veces, es creer que son de piedra, tomárnoslos muy en serio, manipular la imaginación a conveniencia. La geografía se inventó para hacernos el mundo más grande y recorrerlo. Las fronteras deberían ser objetos administrativos que nos ahorren guerras, tráfico de armas, de violencia, de los faltos de ingenio. ¿Qué distintos somos a los viajeros de las caravanas para pensar que nunca estaremos en sus zapatos, o que no lo hemos estado ya una docena de veces? El gran Imperio Azteca se fundó por unos andariegos a quienes divinamente encomendaron trashumar hasta encontrar el islote donde un águila devorase a la serpiente. Los chilangos somos esa mezcla portentosa de animosos peregrinos de todos los estados de la república que vieron en la capital un espacio generoso de universidades y trabajos. ¿No conoce a nadie que haya cambiado de trabajo y residencia con los años espantosos que vivimos, dominados por las balas y el trasiego de droga?

Europa, Estados Unidos, Latinoamérica tienen por común denominador la migración, y lo maravillosa que resultó la diversidad. Y así me puede forzar a citar ejemplos tan viejos como el Estrecho de Bering. Somos humanos porque creemos en los mismos inventos que nos hacen más humanos y más libres, no en los artificios sociales que nos encogen el mundo y nos empequeñecen tanto como especie.

No tenemos pertenencias, sino equipaje, dice Jorge Drexler en una de sus canciones. Y me parece un concepto poderoso por absolutamente cierto. Nos encanta sabernos innovadores y emprendedores, pero en muchas otras materias del mercado somos harto conservadores, incluso temerosos. Nos gusta pensar que, ciertas cosas, aunque tremendamente equivocadas, no van a cambiar, y que eso está bien. Hay, claro, a quien le conviene más este orden de las cosas. Que sabe que es temporal y por eso se empeña en mantenerlo, aun cuando somos más inteligentes que nunca para seguir permitiendo un mundo tan injusto. Pero nada dura para siempre, ni las aduanas. Y más valdrá que ésos que le ponen pasador a la puerta cuando se avizora la caravana recuerden otro verso de Drexler, un viajero de cepa: una puerta giratoria. No más que eso es la Historia.

@elpepesanchez

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