La democracia representativa es la forma en que se pudo rescatar algo, muy poco, de la esencia de la democracia directa de la antigüedad. El tamaño del territorio y población de las naciones modernas no permite la reproducción de la democracia directa, pues el país se volvería ingobernable cayendo fácilmente en una situación de anarquía. Por lo cual hubo de diseñar un sistema representativo, donde una reducidísima élite (una oligarquía) toma las decisiones en nombre de sus representados (los votantes). Hay ciertamente algunos actores que no forman parte del Estado, pero ejercen cierto contrapeso y alguna influencia sobre las decisiones públicas: medios, empresarios, organizaciones cívicas, sindicatos, academia, colonos, etcétera. Sólo influyen, en alguna medida, no deciden.

La democracia representativa no es perfecta ni mucho menos, pero algo es algo. Para equilibrar dicha concentración de poder en una pequeña élite, las democracias modernas han introducido algunas figuras de democracia participativa, donde ciertas decisiones (más allá de elegir a los gobernantes) son tomadas por los ciudadanos: plebiscitos, consultas y referendos. Pero tales instrumentos no pueden aplicarse constantemente en todos los temas; se paralizaría el país y se podrían tomar muy malas decisiones, quizá populares, pero irracionales. De modo que dicha participación directa de los ciudadanos es regulada fuertemente. Muchos temas quedan fuera de dichos ejercicios, y los temas que sí se someten a la ciudadanía lo son bajo ciertos controles: la consulta debe ser solicitada y aprobada por el Ejecutivo, y/o por cierto número de miembros del Congreso, o bien por un porcentaje de ciudadanos. Y sobre todo, debe permitirse a todos participar, desplegar la organización electoral pertinente, documentación suficiente y funcionarios de casilla capacitados para que haya equidad y transparencia en el proceso. Y también, para validar el resultado, debe haber participado un cierto porcentaje de ciudadanos, de modo que no sea una minoría exigua la que tome decisiones que se asumen como trascendentales. Justo esos requisitos y condiciones están contempladas en el artículo 35 de nuestra Constitución.

Pero la consulta sobre el aeropuerto internacional no cumple ninguna de ellas. Se convoca por un personaje que aún no gobierna. Se pagará con cuotas voluntarias del partido que la organiza. Se instalará un número muy reducido de casillas y con pocas boletas, de modo que si en encuestas cerca del 50% de ciudadanos se dice deseoso de participar en la consulta, no más del 2% podrá hacerlo. Y que ese 2% sea el que decida asunto tan importante desafía toda la idea de democracia. ¿A quién representa ese 2%? ¿Y quienes queriendo participar no lo logren por falta de boletas o porque no se instalaron mesas en sus localidades? ¿Qué tipo de representatividad es ésa (sólo en una quinta parte de municipios)? Y no se sabe cuál fue el criterio para asignar el número de municipios por estado. Todos los municipios de la capital están contemplados, lo que es comprensible. Pero hay estados con menos del 1% de municipios incluidos (que en general coinciden con los que más baja votación arrojaron a favor de AMLO). Y en Tabasco, tierra natal del presidente electo, se incluyó al 100% de sus delegaciones. ¿Por qué? Quizá porque ahí ganó AMLO con 80% de votación. Y para Santa Lucía no se tienen aún los estudios suficientes para saber si podría ser viable en caso de ganar la consulta. Aún ganando esa opción, podría no aplicar. No, no se ve que se cumpla con los requisitos esenciales que en toda democracia se exigen para los ejercicios de participación directa con valor vinculante. Mal empezamos con ese esfuerzo, y por las malas razones. De ahí que muchos duden sobre la legitimidad y representatividad de la consulta aeroportuaria. Gane la opción que gane.

Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1

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