Hace unos años, en el fragor de la guerra contra el narcotráfico que había lanzado el presidente Felipe Calderón, en la Secretaría de la Defensa Nacional se discutía una idea que intentaba resolver la condición ilegal que vivían las tropas desplegadas en las calles: un proyecto de ley de seguridad interior que diera fundamento jurídico a los elementos de las fuerzas armadas para salir de los cuarteles, patrullar calles, instalar retenes, investigar estructuras delictivas y detener criminales.

Los generales del Ejército y los almirantes de la Armada veían con preocupación que los presidentes en turno les daban misiones de seguridad pública que, para ser cumplidas, tenían que pasar por encima de la Constitución y las leyes existentes. Cuando todo salía bien, el gobierno se adjudicaba los golpes al narcotráfico. Cuando algo salía mal, la culpa recaía en las fuerzas armadas y éstas tenían que enfrentar solas el descrédito ante una sociedad cada vez más vigilante de los abusos y excesos militares.

Para lograr el plan, el presidente Calderón acariciaba la idea de nombrar a otro general del Ejército como procurador general de la República, tal y como había sucedido hecho el presidente Vicente Fox con el general Rafael Macedo de la Concha un sexenio atrás. Hasta ese momento, el general José Luis Chávez García, entonces procurador de Justicia Militar estaba encaminado en convertirse en el segundo general nombrado procurador general de la República en la historia reciente del país.

El general Chávez era un militar con una reputación muy elevada dentro y fuera de las fuerzas armadas. En 1997, él había denunciado el intento de otro general, Alfredo Navarro Lara, para comprar su protección al cartel de los Arellano Félix en Baja California a cambio de un millón de dólares. Si no aceptaba, los sicarios del cartel iban a matar al general y a su familia. Chávez tenía el cargo de delegado regional de la PGR en Baja California y era uno de los militares que habían reemplazado a civiles en las labores de lucha contra el narcotráfico.

Un general incorruptible como el general Chávez era el personaje ideal para encabezar la procuración general de justicia en los tiempos en los que el presidente Calderón había declarado la “guerra contra el narcotráfico”. Además, el nombramiento de Chávez como procurador general sería una condición favorable al intento de crear una ley de seguridad interior.

SIn embargo, un incidente trágico en Ciudad Mier, Tamaulipas, afectó las aspiraciones del general Chávez, minó de nueva cuenta el prestigio del Ejército y postergó el intento de aprobar y promulgar ese proyecto de ley. El 3 de abril de 2010, dos menores de edad que regresaban con su famila después de vacaciones murieron a tiros en un retén militar en Ciudad Mier, conocida como una de las zonas de operación de Los Zetas, el grupo criminal creado por desertores del Ejército.

La Procuraduría de Justicia Militar investigó el asunto y dijo que la muerte de los niños había ocurrido durante un enfrentamiento de soldados con un grupo criminal y que el vehículo en el que viajaban los niños fue alcanzado por un proyectil que no usaban los elementos de las fuerzas armadas. Los grupos de derechos humanos dijeron que el procurador Chávez mentía y que trataba de proteger a los elementos del Ejército que habían disparado contra civiles en un retén militar. En una investigación propia, la Comisión Nacional de Derechos Humanos determinó que los soldados apostados en el retén habían disparado contra el vehículo donde viajaban los niños.

El general Chávez fue reemplazado en la Procuraduría de Justicia Militar y, con su salida, el proyecto de impulsar una ley que le diera respaldo jurídico al uso de la fuerza militar en la seguridad pública quedó archivado en las comisiones legislativas.

Después de ese incidente en Ciudad Mier, ocurrieron varios casos similares que han dañado el prestigio de las fuerzas armadas: La misma Secretaría de la Defensa Nacional reconoció en 2012 que 40 civiles inocentes habían perdido la vida durante operaciones militares. Aunque no ha vuelto a ocurrir un reconocimiento semejante, las noticias de civiles que perecen acribillados al cruzar retenes militares, por balas perdidas durante enfrentamientos de militares y policías con criminales, o de presuntos criminales que mueren en ejecuciones extrajudiciales, han sido recurrentes.

Siete años después del incidente de 2010, el proyecto de ley de seguridad interior fue rescatado de los archivos, discutido y aprobado en las dos cámaras del Congreso y convertido, finalmente, en ley el 21 de diciembre pasado. Con esa aprobación quedó claro que la militarización de la seguridad pública era una política de estado y no solo de partido.

No importaron ni las quejas privadas de los militares, ni las recomendaciones de las Naciones Unidas, ni las críticas de la sociedad civil y de las organizaciones de víctimas del conflicto armado mexicano: los legisladores y el poder ejecutivo siguieron adelante y, juntos, aprobaron la Ley de Seguridad Interior que abre los caminos para una militarización apoyada por la ley. Lamentablemente para todos, en la ley no hay ninguna alusión a las vías diferentes a la fuerza militar, que México puede seguir para solucionar sus problemas internos y reducir la violencia.

Ahora el único camino en el corto plazo para reducir el impacto de esa ley sobre una militarización más grave y aguda en el país es esperar que la Suprema Corte de Justicia determine si la nueva ley es constitucional o no. Si la razón no fue escuchada en el poder legislativo y el ejecutivo, quizá el poder judicial sea la única instancia del estado mexicano para proteger a la población de una ley que defenderá a los militares en las circunstancias de éxito, fracaso o abuso.

Especialista en temas de seguridad

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