Otra vez es noviembre, día primero: todos los santos; día segundo: todos los muertos. ¿Por qué dos días distintos? Seguramente no todos los santos han muerto, no todos los muertos son santos. Morirán todos ustedes, dice Homero. Morirán traspasados por una jabalina o de una ruptura de aneurisma, en una tierra extranjera o en un infernal cuarto de hospital. Y a todos, sin excepción, el ángel que borra las culpas, pondrá su mano sobre vuestras frentes en sudor, los ayudará a entrar en el sol a la hora dicha”. Eso promete Christian Bobin en La grande vie.

¿Por qué entrecomillar “Odio la muerte”? Es que cito a Elías Canetti cuando, en sus apuntes, se asombra de la indiferencia de Stalin frente a la muerte de los demás: “Mi esencia, en cambio, es rechazar y odiar cualquier muerte. No considero imposible que en algún momento llegue a aceptar más o menos mi muerte, pero jamás la de otro… Es mi cogito ergo sum. Odio la muerte, soy así. Mortem odi ergo sum. Y eso que esta frase omite lo más importante, el hecho de que odio cualquier muerte” (El Libro contra la muerte).

“Hay que saber llorar”, decía Miguel de Unamuno; el pasado mes de septiembre hizo llorar a mucha gente en México, pero la muerte de los que queremos es “por doquier y en cualquier circunstancia igualmente desconsolador, triste y atroz”; nunca nos encuentra preparados. Pienso en el joven y talentoso cineasta Eugenio Polgovsky, pienso en los niños de la escuela Rébsamen, en amigos y colegas que murieron de manera repentina en la misma temporada.

Hay que saberse mortal, porque la muerte jamás falta a su cita; lo que es trágico, es menos mi muerte, que la de la persona que quiero. Mi muerte, decía el teólogo católico Karl Rahner, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último acto de amor. El poeta Rabindranath Tagore dijo de ella: “Es dulce la muerte, es un niño que mama la leche de su madre y se pone a llorar cuando se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo pone dulcemente en el otro pecho para que siga chupando. La muerte es un llanto entre los dos pechos”. Tanto Rahner como Tagore dicen su esperanza en un más allá.

El año pasado, Arnoldo Kraus escribió en Saberse mortal que “pelear por la salud tiene sentido mientras sea factible mejorar o sanar; pelear contra la muerte a cualquier precio es absurdo”. Ha retomado el tema en varias ocasiones para abogar a favor de morir con dignidad: “asumir conscientemente la muerte permite vivir de otra forma”. Si bien la muerte es inevitable, no lo es una mala muerte, en el “infernal cuarto de hospital”, entubado, conectado a varias máquinas. En ese sentido, la muerte ha dejado de ser “natural” y se ha vuelto mucho más dolorosa, tanto para el “condenado”, como para los que lo quieren. En los países “desarrollados”, las dos terceras partes de las defunciones ocurren en el hospital. Muchas veces, la muerte ocurre después de una escalada de tratamientos desesperados. La tercera parte de los estadounidenses que mueren, pasados los 65 años, han sufrido un buen rato, los últimos tres meses de su vida, en una unidad de terapia intensiva (The Economist, Cómo tener una muerte mejor, 29/04/2017). Es un calvario para todos. Los que mueren en tales condiciones sufren más en su cuerpo y en su mente que los que mueren en casa; sus familiares sufren más a lo largo de su dura prueba y tardan más en hacer su duelo.

¿Entonces? No se trata de abogar a favor de una eutanasia generalizada, sino de abrir el debate. Hace tiempo que las iglesias han tomado posición contra el llamado encarnizamiento terapéutico; otra cosa es que los enfermos incurables y con una calidad de vida muy disminuida puedan decidir cuándo y cómo morir. ¿No sería el momento de invocar “la libertad de los hijos de Dios”? Vuelvo a mi querido Bobin: “Nada más feliz que pensar en los que ya no son: por ese pensamiento regresan y es como si uno triunfara en ese partido de brazo fuerte con la muerte, probando la dulzura de vencer un tiempo las tinieblas”.


Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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