No, no se trata de una muerte estética, sino de una plaga que debería afligirnos y convencernos de cambiar radicalmente de actitud, sin aflojar. No me sentí afligido por el desabasto de gasolina, eso sí, algo afligido por nuestra diplomacia para con el déspota venezolano, pero lo que verdaderamente me aflige es la amenaza que el plástico representa para nuestra madre Tierra, la Gea de los antiguos griegos. No es una crisis de unas semanas, tampoco de unos años, como las dos a las cuales acabo de aludir, sino una tragedia a largo plazo que, por lo tanto, necesita una visión, una acción de largo alcance y universal.

La invención de las materias plásticas fue algo genial; algo catastrófico también, como todas las invenciones humanas que siempre resultan de doble filo. Entre 1950 y 2018, hemos producido más de 6.3 billones de toneladas de plástico; más de 4 desde el año 2000: la producción va creciendo a un ritmo exponencial, debido a la explosión de la presencia plástica en nuestra vida cotidiana. Todo el mundo anda por la calle con su café en vaso desechable, su botella plástica de agua y refresco, se sienta en las bancas para comer sus alimentos en cajitas transparentes o blancas —lo peor entre todos los plásticos—. El fenómeno es mundial y la contaminación que engendra es fenomenal, afecta todo el planeta, tierra, aire, aguas, mares y océanos. Ningún ser vivo escapa, puesto que la cadena alimentaria completa está parasitada por micropartículas plásticas.

¿Qué hacemos en nuestro país, con la basura plástica? La quemamos —¡horror!—, la enterramos, tampoco muy bueno. ¿La reciclamos? En Estados Unidos reciclan, cuando mucho, el 10%. En México, no sé. ¿Exportamos esa basura? Es lo que hacían masivamente, hasta el año pasado, las economías más desarrolladas: Estados Unidos, Japón, la Unión Europea, pasando el paquete a quién aceptaba recibirlo. Todo un negocio: empresas recogían el plástico y lo vendían a China que lo reciclaba para satisfacer el crecimiento de sus voraces industrias. Según el Banco Mundial, ese reciclaje correspondía a 270 millones de toneladas al año.

A finales de 2017, repentinamente, China puso fin a su papel de principal recepcionista y transformador de basura plástica, en el marco de su ambicioso programa “Espada Nacional”. Ha tomado conciencia de la gravedad de la contaminación en China misma, en gran parte bajo la presión de su pujante clase media. Si en 2017, China compró 60% del plástico exportado por los países del G7, en 2018 esa cantidad bajó al 10%. Por lo pronto, esos productores buscan y encuentran quién les compre su basura en otros países del sureste asiático, pero eso es ganar tiempo, nada más. Vietnam acaba de anunciar que seguirá el ejemplo chino. De todos modos, esa solución ha sido insuficiente y los países desarrollados han tenido que volver a las antiguas y negativas “soluciones”: incinerar y enterrar, es decir, contaminar.

¿No hay mal que por bien no venga? Ojalá y la decisión china despierte al mundo. No sé cuándo nuestros gobiernos enfrentarán seriamente el problema que se manifiesta de manera visible en nuestro paisaje, pero es una amenaza global. La sabia decisión china debería haber provocado una gran campaña de información para sensibilizar las opiniones públicas del mundo entero; y reuniones de trabajo a nivel internacional, para encontrar y definir acciones conjuntas. No he visto nada tal. Nos encontramos todos embarcados en la hermosa nave Tierra (En 1970, en la televisión francesa, los noticieros empezaban con esa alegoría) y depende de todos que no sucumba a la muerte plástica. De los gobiernos, de las empresas y de los individuos, de ustedes, querida lectora, estimado lector, de mí. No será suficiente, claro, pero podemos empezar con pequeños gestos diarios: rechazar todo lo que viene en envases de plástico, hasta el día —que aún no ha llegado— de la invención de plásticos 100% biodegradables; ir al mercado con grandes bolsas, comprar únicamente botellas retornables. El asunto es muy, muy serio. Demasiado.

Investigador del CIDE

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