Y sigue el texto bíblico: “pues también vosotros fuisteis extranjeros en tierra de Egipto”. A cada nación le toca tomar en serio esas palabras en este siglo de grandes migraciones que suman millones y decenas de millones de personas que huyen de la pobreza, de la guerra, de la sequía, de la limpieza étnica, de la persecución religiosa y política. Para muchos mexicanos, Estados Unidos ha sido y es una “tierra de Egipto”; para los que llamamos, hipócritamente, “hermanos” centroamericanos, México es su Egipto.

Al principio de la civilización, a la hora de la fundación de la comunidad humana, estuvo la transformación del enemigo en huésped sagrado. En la Ilíada y en la Odisea también, Homero nos dice que “extranjeros, limosneros, todos son enviados de Dios”. Solón celebra: “Feliz quien cuenta a los niños entre sus amigos y tiene al extranjero como huésped, porque aquél es tan indefenso como los niños”. Esa tradición antigua ha perdurado hasta la fecha y, a la vez, se ha perdido; todo depende de las circunstancias económicas, sociales y políticas. En los imperios multinacionales y multiculturales era más fácil aceptar al extranjero, mientras que el surgimiento de los Estados nacionales se tradujo y se sigue traduciendo en intolerancia, la puerta cerrada y, en el mejor de los casos, la expulsión; en el peor de los casos, el genocidio.

Los gobiernos reprochan muchas veces a las iglesias su “idealismo irresponsable”, cuando afirman que Dios no puso fronteras en la Tierra, que la Tierra es la casa común de todos los hombres. En efecto, los evangelios, al narrar la parábola del buen samaritano y otras más, subrayan la solidaridad entre el Cristo y el extranjero sin derecho ni protección. El Dios encarnado se identifica con los que llama “los más chiquitos de mis hermanos”. “Quien los recibe, me recibe. Quien me recibe, recibe al que me mandó”, dijo Jesús y su enseñanza no vale solamente para los cristianos, sino para todas las naciones y sus gobernantes.

Nos sentimos solidarios con los mexicanos que se encuentran ilegales, indocumentados en Estados Unidos, denunciamos al presidente Trump y a sus partidarios que quieren expulsar a todos los extranjeros ilegales —no solamente los mexicanos—, y levantar muros tales que sean imposibles de franquear; prometemos ayudar de mil maneras a nuestros compatriotas deportados y nuestro gobierno promete lo mismo. Y si bien vemos la paja, mejor dicho, la viga en el ojo del gran vecino del Norte, se nos olvida la viga que tenemos en el ojo: México actúa con los indocumentados que vienen de América Central y de América del Sur, exactamente como los Estados Unidos, deportando cada año cientos de miles de hombres, mujeres, niños, los que huyen del infierno como los que buscan sencillamente una vida mejor; exactamente como nuestros compatriotas que van a los Yunaites.

Salvan el honor las “Patronas” y sus hermanas, los sacerdotes y las monjas que armaron una red de albergues desde la frontera guatemalteca hasta el Río Grande, Mexicali y Tijuana. “Idealistas”, “irresponsables”, ciertamente, para el Estado y sus leyes; realistas, responsables y consecuentes con sus convicciones morales, ciertamente. No encuentro la referencia, pero un punto del Primer concilio ecuménico, hace más de 1500 años, imponía a cada obispo reservar una casa para alojar a los extranjeros.

Hoy el problema es enorme, continental, intercontinental, mundial y los flujos migratorios son enormes y van creciendo con la violencia, la pobreza de ciertas regiones y el cambio climático amenazador. La hospitalidad ha dejado de ser una decisión personal, individual, se ha vuelto un problema, una necesidad colectiva, para introducir algo de paz a escala planetaria.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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