Perdón: voy a repetirme. Desde la última vez que fui a votar hasta ahora, no se ha modificado mayor cosa mi percepción del asunto. Sigo creyendo que es importante hacerlo, y que abstenerse es una forma de fortalecer, si no es que duplicar, el voto de un inepto.

Sí, es un ejercicio escindido entre la devoción y la angustia, el rechazo y la resignación ante aquel apotegma devastador contra la democracia del cruel H.L. Mencken, esa “patética creencia en que la ignorancia de los individuos se transforma en sabiduría por el mero hecho de ser colectiva.”

La primera vez que osé escribir sobre ir a votar, me dije que antes de la alternancia votaba con resignación y que ahora lo haría con desasosiego. Antes, cuando sólo ganaba el PRI, votar era un íntimo ritual irónico; ahora, cuando tanto se pone en juego, votar es una crisis existencial. Antes era una silenciosa manifestación individual que, ante la urna tramposa, protestaba contra el PRI y sus institucionales cuanto revolucionarias “fuerzas vivas”. Antes era una protesta, era aportar legitimidad involuntaria a la usurpación de unos elegidos (que no necesitaban ser electos). Ahora es un acto de conciencia y la urna es una angustia en forma de cubo.

Envidia de quienes se han decidido con alegría o resignado con estoicismo. Envidia de los entusiastas, de quienes creen haber visto una luz o escuchado la voz popular. Envidia de quienes acatan órdenes o votan por conveniencia pecuniaria; de quienes ponen en su voto fe y esperanza (la caridad no se dice porque se sobreentiende).

Al votar uno se convierte en un vasallo con crayola pero sin que haya necesariamente “buen señor”. Somos un país obsesionado con la política y los políticos pero, a la vez, misteriosamente resignados a producir políticos de calidad muy inferior a la nuestra. El mexicano promedio hace mejor lo que le corresponde hacer que política los políticos. La denostada tortillera produce sus tortillas con mayor eficiencia que la mayoría de los diputados su tarea legislativa. La médica, el biólogo, el mesero hacen su trabajo mejor que el suyo los políticos, bajo cuyas políticas laboran. Una ineficiencia pública del político que, claro, se convierte en eficiencia privada; el desastre en las finanzas públicas que equivale al éxito de sus finanzas individuales.

Sí, un elevado porcentaje de los millones de mexicanos hace mejor su trabajo que el suyo los cinco, 10 mil políticos. ¿Por qué escribe Fernando del Paso con eficiencia infinitamente superior a la que logra cualquier senador, líder sindical o funcionario? ¿Por qué pinta Toledo con tanta solvencia, mientras el gobernador ciega al universo con su ineptitud? ¿Por qué Graciela Iturbide toma fotografías perfectas mientras lo único perfecto que hace el político es el saqueo? Y tantos profesores, científicos, empresarios, profesionistas...

Y sin embargo la eficiencia mexicana está sometida al arbitrio de los políticos ineficientes. ¿Cómo puede ser que el mismo país que produce tanto talento lo subordine a esa minoría de pillos con fuero, legisladores truculentos, líderes sindicales eternos y corruptos, gomierdadores cacos?

El término medio de las personas —gloso al viejo G.K. Chesterton— vota disminuyéndose, vota con la mitad o con un céntimo de su inteligencia. Deberíamos votar con la totalidad de nuestro ser, “con la cabeza y el corazón, con el alma y el vientre”, como cuando nos enamoramos. Al meter el voto a la urna, deberíamos hacerlo evocando el más hermoso de los atardeceres que hayamos visto nunca; escuchando, al realizar el tache, la música que más amamos. Y no: la mayoría de los votantes votamos con la minoría de nuestro ser…

Como no puedo votar con la mayoría relativa de mi ser —ni siquiera la proporcional, y menos la plurinominal—, deberé elegir con gran cautela la parte de mí a quien entregaré la misión. ¿La sesera tambaleante? ¿El hígado bilioso? Votaré por quien se toma más en serio el derecho de los niños mexicanos a tener una educación adecuada.

Todo lo demás, me parece, es votar con las patas.

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