Roma, la película dirigida por Alfonso Cuarón, es sin duda la gran revelación del 2019. Es tema de casi cualquier conversación social, incluso entre personas que no la han visto, capturó la mirada del mundo no solo cinematográfico, y ha sacado a la luz lo mejor y lo peor de la sociedad mexicana y de muchos de sus más famosos (o conocidos) integrantes.

Se ha dicho y escrito tanto que no pienso competir con ello, estimados lectores. No soy crítico de cine, no soy tampoco un fastidioso del estilo ni mucho menos considero que el formato técnico, cromático o de distribución sean determinantes para que una película sea un éxito o no, tanto de la crítica como de la igualmente importante taquilla.

Creo, no obstante lo anterior, que Roma tiene un enorme mérito por haber puesto una vez más en la mesa temas que solemos ignorar o tratar de ocultar: el racismo profundo y odioso de un amplio sector de la sociedad; el estado de indefensión en el que trabajan y viven más de dos millones de mujeres que son empleadas domésticas; y la desventajosa condición de la mujer, de la clase socioeconómica que sea, en nuestro país.

Con poco más de 12 millones de habitantes considerados indígenas, una decima parte de la población, México es un país que discrimina abierta y veladamente a sus pueblos originarios. Las condiciones de vida, de escolaridad, de infraestructura básica y de acceso a servicios elementales para los indígenas es marcadamente inferior al del resto de la población, no obstante los golpes de pecho de políticos, gobernantes, y empresarios filántropos.

Si bien el racismo y la discriminación están presentes en muchos ámbitos y afectan a muchas poblaciones vulnerables, los indígenas son los que peor terminan en prácticamente cualquier escala de medición que se use. De acuerdo con UNICEF y el INEE, si el promedio de escolaridad de los mexicanos mayores de 15 años es de 9.2 grados (es decir arribita de secundaria terminada), para indígenas el promedio es de apenas 5.7 grados, o sea ni siquiera la primaria completada.

Si observamos la información relativa a nivel de vida, nos encontramos con datos más estrujantes: 78.6% de niños y adolescentes de hogares indígenas viven en condiciones de pobreza y 21.8% en alguna situación de vulnerabilidad social o económica. Es decir que apenas el 5% (sí, el CINCO por ciento) de los niños y adolescentes indígenas no son considerados pobres y/o vulnerables.

Las trabajadoras domésticas en México, muchas de ellas provenientes de comunidades indígenas, viven o sobreviven en situaciones de enorme fragilidad. Según la Federación Internacional de Trabajadoras del Hogar, su salario fluctúa entre 2,500 y 5,000 pesos al mes, sin seguridad social, prestaciones y con frecuencia en condiciones de trabajo y vivienda francamente insuficientes, por no decir indignantes.

Si la dinámica casi simbiótica que presenta Roma entre la nana y la patrona es fascinante por su complejidad psicológica y por la dinámica de género que refleja, es también sintomática de un sector de la clase media alta ilustrada que admitía de alguna manera esas relaciones entre nanas, madres de familia y niños o niñas. En otros ámbitos económicos y sociales la exclusión de la empleada domestica es mucho más marcada y alcanza niveles de una cuasi esclavitud.

Las barreras que la sociedad impone se suman a la ya difícil condición de muchas de estas mujeres: desde el condominio o el club de “lujo” que les prohíbe la entrada o acceso a ciertos lugares o servicios hasta la práctica de muchos arquitectos que destinan espacios verdaderamente indignos para fungir como “cuartos de servicio”. Y sí, en pleno 2019 hay arquitectos que se resisten a colocar ventanas que den iluminación y ventilación adecuadas a las habitaciones de las empleadas domésticas, como si de viviendas de esclavos se tratara.

El racismo y el clasismo están en todos lados. Las conversaciones no son nuevas, pero cada vez que un acontecimiento externo las coloca en el centro del debate damos un pasito pequeño, a veces imperceptible, a veces mayor, hacia una mayor conciencia y reflexión al respecto.

Y yo por eso le quiero dar las gracias a Alfonso Cuarón y a Yalitza Aparicio, pero también a los muchos racistas descarados y los de clóset que nos ayudan a darnos cuenta de la miseria humana que todavía se pasea entre nosotros.

A veces sirve no solo tener ejemplos aspiracionales, sino mirar al fondo del abismo para saber como NO queremos ser.

Analista político y comunicador.
@ gabriel guerrac

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