Decía Pierre Elliot Trudeau, el célebre primer ministro canadiense, que vivir junto a EU era como dormir con un elefante, pendientes siempre de sus sobresaltos. Consecuentemente, México y Canadá tenían en común, entre muchas otras cosas, el dormir junto al elefante.

Tuve ocasión hace un par de días de recordarle esa historia a su heredero, Justin Trudeau, en la cena que le ofreció el presidente Enrique Peña Nieto en Palacio Nacional, pero añadí que no era totalmente apropiada la analogía, ya que Canadá tal vez duerma tranquilo junto al paquidermo, pero México pasa sus noches en vela.

Y si nunca ha sido fácil nuestra vecindad y coexistencia, lo es menos ahora que el enorme vecino se encuentra poseído por un espíritu no sé si maligno, pero ciertamente malvado, rudo y torpe.

Sería difícil imaginar a un presidente estadounidense más distinto a sus colegas al norte y al sur que Donald Trump. Si los mandatarios europeos y asiáticos —a océanos de distancia— están desconcertados o irritados por la conducta del inquilino de la Casa Blanca, los vecinos inmediatos deben además lidiar con alguien que no sólo no acepta siquiera el concepto básico y elemental de la civilizada coexistencia con quienes comparten sus fronteras, sino que se ha instalado en ruta de colisión con sus socios, con sus aliados y con el sentido común.

La rápida visita de Justin Trudeau a Washington D. C. y a la CDMX se da en un momento en que el futuro del TLCAN pinta muy incierto. A las andanadas retóricas y tuiteras de Trump ha seguido un endurecimiento de la postura negociadora estadounidense que confirma el pesimismo y temores de quienes desde hace rato prevén un triste desenlace para el acuerdo.

Existe la posibilidad de que todo esto no sea más que una estrategia de quien se cree el maestro de las negociaciones, pero es un hecho que Donald Trump prefiere confiar en sus instintos aunque eso le implique darse un balazo en el pie. Poco le importa el impacto de poner fin a un cuarto de siglo de integración, apertura y cooperación regional si eso le permite anotarse un par de puntos con sus partidarios más radicales, o sentir que él fue el más rudo en la mesa.

Ha llegado pues la hora de prepararnos con seriedad, sin envolvernos en la bandera ni tirar la relación entera por la borda. El TLCAN tuvo una buena vida para lo que son los acuerdos comerciales y debió haberse modernizado antes, cuando había interlocutores sensatos en la Casa Blanca. Hoy, si bien no hay que renunciar anticipadamente como quisieran algunos demagogos, sí debemos estar listos para cualquier cosa, porque estamos tratando con alguien que en el mejor de los casos es impredecible.

Lo primero que necesitamos es alejarnos de la retórica y la estridencia, prestar oídos sordos lo mismo a demagogos patrioteros que a quienes no se imaginan la vida sin lo que ellos llaman NAFTA. El TLCAN ha sido útil y valioso. Podría y debería seguirlo siendo pero, si se termina, no se cae el cielo, no se cierran las fronteras, no se acaba la relación.

Es tan importante entender que es lo que sí sucedería como lo que no va a pasar, medir qué tanto es tantito a la hora del impacto en el comercio y las inversiones. Y para ello necesitamos datos duros, lecturas objetivas y una buena dosis de sentido común.

Del enorme intercambio comercial entre México y EU, sólo 55% de nuestras exportaciones (168 mil millones de dólares) está cubierto bajo el TLCAN. 45% restante cae en diversas protecciones relacionadas con la OMC. De aquella parte que sí entra en TLCAN alrededor de una cuarta parte (45mmd) se vería impactada por aranceles superiores a 5%. El resto podría acogerse a las reglas de la OMC y quedar o bien sin cambios o con el ya citado tope de 5%.

No hay que minimizarlo, el impacto sería significativo. Pero no igual para todos y no de la misma manera. Eso lo debemos considerar para poder tomar las mejores medidas —preventivas y curativas— ante lo que parece será un brusco e irracional reacomodo del elefante.

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