Dice el refrán que cada país tiene el gobierno que se merece. Responden los cínicos (o los realistas) que nosotros nos merecemos este, estos, gobiernos que tenemos. Hay también quien piensa que cada quien construye el país que se merece, y que en ese sentido los mexicanos habitamos en un edificio de nuestra propia hechura, a nuestra medida, con nuestros estándares de calidad. Mirándolo y mirándonos podemos apreciar qué tan cierta o no es la apreciación, que tan buenos o malos ingenieros, arquitectos, albañiles y maestros de obra somos.

Es común la queja de que vivimos en el país de la impunidad. Ni quien lo discuta: tan sólo las cifras acerca del número de delitos que terminan sin castigo para el responsable, sumados a los muchos que ni siquiera se denuncian porque los afectados prefieren no sumar a lo ya perdido el desperdicio de esfuerzo y de tiempo para acudir ante la autoridad, porque dudan de su eficacia, porque temen mucho más a las posibles represalias del delincuente que lo que confían en el brazo justiciero (es un decir) de las instituciones.

Sólo que esa impunidad se traslada, todos los días, a lo social, a lo familiar, a lo individual. Y por extensión, claro está, a lo político e institucional. Si es mí primo, mi tío, mi hijo, entonces lo encubro, lo protejo. Si se trata de mi causa favorita entonces no sólo tolero, sino que promuevo activamente que se rompan las reglas para apoyarla. Si es a mi partido o a mi candidato al que se acusa, entonces es una fabricación, una calumnia, un infundio. Y a esa impunidad, real o pretendida, se suma la doble moral: la del activista que se indigna por lo que le hacen a él, pero no por lo que le sucede a su contrincante social o ideológico, la del medio de comunicación que, viviendo en casa de cristal, no se cansa de lanzar piedras.

Nos quejamos de la corrupción, pero más de la mitad participa en y de ella. Nos atrevemos, individual y colectivamente, a etiquetar, a señalar con el dedo flamígero a “todos” los de tal o cual profesión, filiación, o vocación. El mismo activista que tolera las trampas a favor de causas en las que cree cubre con el manto de su descalificación a los demás, con la misma desfachatez que el padre de familia que, estacionado en tercera fila para dejar a sus pequeños en la escuela, se queja de las autoridades por el tráfico y acusa de corrupto al mismo policía al que acaba de intentar sobornar o, peor todavía, atropellar.

Y así como tenemos problemas para diferenciar entre el bien y el mal de actuar de propios y extraños lo tenemos a la hora de distinguir entre buenos y malos. Me parece un escándalo que haya quienes todavía piensen que se puede equiparar a los sicarios del crimen organizado con soldados, marinos o policías. Pero eso es lo que hacen los que le atribuyen las muertes ocasionadas por el narco al gobierno. Me resulta inconcebible que alguien se atreva a hablar de presidentes municipales, agentes investigadores, periodistas asesinados como si fueran cómplices de los criminales, pero eso hace quien trata de lavarse las manos diciendo que andaban “en malos pasos”. Y me preocupa también que en una escala moral descompuesta se le dé más importancia a un comentarista u “opinador” sin espacios que a un reportero asesinado.

Es así, con escalas de valores descompuestas, con dobles varas para medir, con más arte a que cemento, con vigas en el ojo propio que avizoran las pajas en el ajeno, que hemos construido este disparejo y tembloroso edificio que llamamos México. Lástima que no haya peritos que detecten todas esas fallas estructurales, ni esfuerzos de reconstrucción para tan mal edificada obra.

Posdata: Recién empiezo a leer Pensar a México, de mi amigo Maruan Soto Antaki. Le agradezco la inspiración para este texto.

Analista político y comunicador.

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