En pleno mes de septiembre, en que conmemoramos tantos episodios de nuestra historia, la naturaleza se ha encargado dos veces de recordarnos su fuerza y su capacidad para sacar lo mejor (y en algunos casos lo peor) de nosotros.

Como en 1985 y tantas otras ocasiones, afloran de inmediato la solidaridad y la voluntad espontánea de ayudar a los demás. Ya sea en Chiapas, Oaxaca, Morelos o la Ciudad de México, la gente parece poseída por un instinto para ayudar al prójimo. En algunos casos eso viene acompañado por estructuras de organización social, en otros por la rapidez del boca en boca o de las redes sociales, pero sea como sea es reconfortante observar esa veta en un país que se respira tan dividido y con tanto enojo acumulado.

Asoman también aspectos lamentables de la naturaleza humana o de la cultura de la corrupción y la rapiña existentes en México. Desde quienes en la autopista saquean un tráiler volteado que transportaba ayuda a damnificados, hasta funcionarios de todos niveles que buscan lucrar con la tragedia, pasando por comerciantes que buscan hacer su agosto en momentos tan difíciles, no hay sector inmune a la tentación de hacer el mal en vez que el bien. Se les exhibe como nunca antes, gracias a la tecnología y las redes sociales, pero siguen siendo execrable minoría frente a los centenares de miles, millones de mexicanos que optan por hacer lo correcto.

Impresiona doblemente, y cómo no, la lúgubre coincidencia de fechas, la suma de los 19 de septiembre, pero pone también de relieve como en muchas partes del país han dado frutos los años de prevención, capacitación y simulacros. La gran mayoría de la población reacciona de manera más sensata y ordenada, porque con el tiempo han aprendido qué hacer y qué no. Las alarmas sísmicas regalan segundos y hasta minutos de aviso previo en muchas zonas del país, los reglamentos de construcción más estrictos se observan ya no en el papel, sino en edificios que aguantan de pie.

Pero no todos son tan afortunados. En donde se robaron los recursos para las alarmas u olvidaron aplicarlos, no hay esos preciados segundos de anticipación. Por pobreza en muchos casos, por desidia o corrupción en otros, muchas construcciones se vienen abajo, la infraestructura colapsa, la ayuda tarda en llegar, la reconstrucción es sólo un sueño.

A diferencia de hace casi dos semanas, en esta ocasión los daños ocasionados fueron muy grandes en lo que a vidas humanas se refiere. Al momento de escribir este texto son ya más de un centenar de muertes confirmadas, sin contar heridos graves, desaparecidos y damnificados. Cada uno representa una historia, una vida cortada de tajo o alterada para siempre. Junto con ese aspecto trágico está el otro, también profundo y significativo: el de quienes aquí encontraron la oportunidad de apoyar a los demás, de a riesgo de sus propias vidas salvar otras, de llevar alivio con una despensa o un vaso de agua, con un aventón a quienes quedaron varados o abriendo sus redes de Wi-Fi o de tantas otras maneras. Ellos y ellas se descubrieron en la generosidad, en la solidaridad, en el servir a otros.

Y todas esas historias, pequeñas y grandes, son de heroísmo colectivo o individual, de sentido de comunidad, que lo es también de país, de nación. No es, por fortuna, la hora de los políticos ni de los caudillos, que o se han guardado o se han exhibido tan vergonzosamente que el escarnio los cubre. No, ha sido la hora de la gente, de los que decidieron por voluntad propia demostrar de lo que están hechos.

De los escombros y el luto por las vidas perdidas es eso, la reacción desde niños hasta adultos mayores que se vuelcan a ayudar como mejor pueden, lo que permanece, lo que se levanta. Y viendo eso, no puedo dejar de sentir un pequeño y reconfortante apapacho a nuestro ánimo tan golpeado por la tragedia.

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