Hasta hoy, el acceso mexicano al pluralismo ha fallado en producir un nuevo orden político aceptable y deseable. Las distintas reformas de los órganos e instituciones del Estado brindan un saldo de claroscuros. El campeonato se lo llevan las instituciones electorales que nos han garantizado un cambio pacífico en la alternancia en el poder entre partidos y políticos de diferente militancia, y a los ciudadanos nos han permitido escoger entre las opciones en pugna. Sin embargo, la institucionalidad electoral ha fallado en disciplinar a los partidos políticos para actuar cabalmente en la legalidad y, sobre todo, en coadyuvar a traducir su poderío en verdadero poder ciudadano como instrumento de gobierno del interés público. La paradoja es que el cambio de conducta tiene que venir también de los mismos partidos políticos. Presentes en todos los poderes y niveles de gobierno, no se podrá prescindir de ellos en su propio cambio, por más que el discurso antipartido se generalice.

Detrás le sigue el Poder Judicial de la Federación, que observa cambios en su composición y funcionamiento sumamente importantes. Ello se refleja, primero, en la obtención de su autonomía gracias a las reformas que han tenido lugar desde los años 90 y en el presente se revela en el desenvolvimiento de una cultura de los derechos sin precedente en la historia nacional. Acaso se antoja que este cambio ha sido sumamente lento, pues la urgencia de disponer de una justicia efectiva y expedita es traicionada por la cultura vertical y la rigidez procedimental y de criterio que privan en la mayor parte de los tribunales.

El Congreso se ha convertido en el caldero de la negociación política y en nada se parece a las cámaras de antaño en que la mayoría levantaba el dedo hacia donde apuntaban las instrucciones del señor presidente. Sin embargo, el Congreso ha fallado por no convertirse en el foro representativo de la opinión pública que debería ser por el peso, una vez más, de las ganancias partidarias que secuestran el interés público. Esto nadie lo puede negar y quienes intentan disimularlo sólo alcanzan a consolidar su desprestigio.

La Presidencia también ha cambiado pues encuentra en los poderes Legislativo, Judicial y en los órganos autónomos cierto contrapeso. Incipiente, es cierto, pero que difícilmente puede ser detenido si el pluralismo se mantiene. El mayor riesgo para este avance es que algún partido con vocación de hegemonía no democrática (que los hay), “mayoriteara” el poder y procediera al retroceso. Desde otra óptica, empero, hay que someter a examen la figura de la Presidencia. Si miramos al vecino del norte observamos una profunda crisis del sistema presidencial, agravada por la atrabiliaria conducta de su titular. No sabemos qué resultará de esa decadencia, pero las formas parlamentarias o “parlamentarizadas” siguen dando mejor resultado, en especial donde el pluralismo ha diluido las mayorías unipartidarias. En una cultura cívica tan pobre como la nuestra, dicho por todos los estudios relevantes sobre el tema, la Presidencia sigue siendo una especie de locomotora suelta que sobrepone en el panorama político la personalidad de su titular, más que la representación de y el cumplimiento con los sentimientos y prioridades de la nación. Personalmente, estoy convencido que los sistemas presidenciales tenderán a disminuir en aras de formas más ágiles, menos costosas para la ejecución y, sobre todo, corrección de políticas públicas sobre la marcha.

De los estados y municipios se ha hablado, no sin enojo, hasta la saciedad. Las unidades territoriales elementales para la práctica del poder ciudadano están maltrechas y mal organizadas en su coordinación con el resto del poder político. Componerlos será tarea de larga duración.

El saldo es variopinto, tiene de todo como en botica. Pero el saldo mayor de la evolución institucional es que la grave realidad social del país la puede alcanzar y darle al traste.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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