La más rotunda división ideológica de nuestro tiempo se dirime entre el liberalismo que todo lo restringe y el populismo que todo lo ofrece. El liberalismo imperante, que no es el único posible, promete la felicidad de acuerdo con el concepto de cada quien. Pareciera no haber nada en medio de nosotros que sea a la vez diferente, atendible y plausible. Esta polaridad condena a los ciudadanos a mantenerse en el ámbito privado, del que difícilmente se pueden apartar para intervenir en los asuntos comunes, y deja el espacio público a merced de los grandes intereses políticos y económicos. Esta corriente dominante se ha transformado en dogma y se esconde detrás de argumentos “científicos” ya contradichos por la evidencia. En un esclarecedor ensayo, Joseph Stiglitz lo explica con claridad meridiana (http://bit.ly/2ck5LDy). En apretada síntesis, su conclusión es que no hay evidencia para argumentar que una política económica que favorezca a los ricos dé por resultado un incremento del crecimiento. Por el contrario, menor pobreza y desigualdad en el banquete material resulta de instituciones fiscales y regulatorias, como ha quedado claro en los países del norte de Europa. El llamado “neoliberalismo” se asienta, pues, en una creencia basada en mentiras e impulsa la desigualdad y la polarización.

El populismo suele tener su fuente en dos causas: el malestar por la pobreza y la desigualdad, y el deterioro de las instituciones democráticas originado en la depredación económica y política. En política, el populismo propiamente dicho (no todo lo que se dice populista lo es), expulsa al ciudadano de la vida pública a menos que se transforme en “pueblo” dócil, esa masa indistinta de seguidores del líder. El populismo propone devolver el poder y dar bienestar al “pueblo” a través de un líder fuerte y ocluye el espacio para la diversidad ciudadana, como si la pluralidad cívica auténtica atentase contra los intereses de la “verdadera” sociedad. La opinión libre e independiente, el derecho a expresar la opinión política propia, sobre todo si es disidente, se va estrechando; los adversarios son transformados en enemigos indiferenciados unos de los otros (“la mafia en el poder”). Las instituciones y sus procedimientos mediadores son hechos a un lado para simplificar el contacto entre los líderes y el pueblo, la rendición de cuentas se vuelve un estorbo pues lo “importante” no es cómo el líder usa los recursos, sino que el pueblo se beneficie. Claro, a cambio de su libertad política.

Es falso que estas sean las únicas opciones. La disyuntiva es artificial y cada vez tiene menos sentido porque degrada las relaciones sociales y políticas, e impide la consolidación del orden democrático. Lo más irónico del caso es que, no sin frecuencia, un extremo lleva al otro. A cada cual se le facilita el camino al poder a causa de los estragos provocados por el contrario. Ambos llenan el vacío que deja el otro cuando las circunstancias lo hacen posible. Con esta antinomia en el ámbito político, los polos se proponen como las únicas alternativas. Y no podría ser de otra manera, dado que, salvo en pocas excepciones, el verdadero problema no se expone: la ausencia de ciudadanos activos y conscientes, fuertes e identificados con la democracia en la vida colectiva. La supresión neoliberal de la libertad de realización política y la subyugación populista de la acción ciudadana reflejan dos formas de dominación igualmente estériles en contextos democráticos. A largo plazo no dejarán piedra sobre piedra. Un ejemplo en el que esta polaridad es retrotraída al control ciudadano del poder es el de Uruguay. Y la razón es que este país dispone de la cultura democrática más avanzada, del estándar educativo más elevado, de la menor desigualdad social y de la más fuerte institucionalidad para controlar el poder que hay en el continente americano, sólo comparable con Canadá, Chile y Costa Rica. ¿Habrá modo de producir esta centralidad de la democracia en México?

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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