Tapextla, Oaxaca

No hay tal pureza, no hay negritud. El dicho popular vive: “¡No somos negros!, ¡Negros los burros, nosotros somos prietos!”. Aquí, los diablos —ni buenos ni malos— se contonean. La Minga, con paso sensual, recorre las calles escondida tras una máscara tiesa que cuida los pasos del diablo mayor. El juego comienza. Un danzante, vestido de vaquero con pantalón raído, suena la charrasca.

Es el ruido de la quijada de un burro. Los diablos bailan agachados con los brazos vencidos, balanceándolos adelante y atrás. El 1 y 2 de noviembre, cuando se celebra a los muertos, tienen permiso de “despertar” a los espíritus. Van a sus tumbas a desfogarse, les recitan coplas, visitan casas del pueblo y piden ofrendas: dinero, mezcal y comida.

“¡Llegaron los diablos!”, gritan al llegar a las casas los bailarines de la Costa Chica de Oaxaca y Guerrero. Hay cientos de danzantes esparcidos en esta tierra habitada por descendientes de esclavos africanos que llegaron durante la Conquista a finales del siglo XVI. Con sus movimientos, vestuario y máscaras muestran su mestizaje. Morenos, con cabello cuculuste [chino], con su baile emulan, sin saberlo, movimientos bantús (de etnias africanas), indios y cubanos a la vez.

Luego sigue el pivoteo: punta, brinco, punta, brinco. Se balancean las tiras de cola de caballo que llevan los jóvenes en sus máscaras de cartón. Desde niños saben cómo hacerla y pintarla de negro. Portan cachos, que son cuernos hechos de madera o de chivo, venado o res. Su indumentaria debe ser andrajosa y deben llevar botas vaqueras.

La casa de don Antonio está cerca de la entrada a Tapextla. Hay tres hamacas en el patio, una bajo la sombra de una palapa. Antonio organiza el baile de su pueblo 15 días antes de la fiesta de todos los santos. Van al panteón el 1 y 2 de noviembre a traer a los difuntos. Desconoce el origen de la danza, pero aclara: “¡No es satánica!”. Los diablos festejan la muerte como sus antepasados: con el ritmo que llevan en las caderas.

La gente lleva flores al panteón. Los diablos, al ritmo del bote (un bule —fruto seco en forma de pera— que suena como un tambor pequeño), dicen coplas o versos que conservan la picardía costeña.

“Ya se van los diablos a buscar vaina en la burra vieja, con la señora Vania... En la burra vieja de la señora Vania: ¡Hurra!”, gritan al final. Se tiran al piso, hacen volteretas y realizan sonidos guturales; sus cabezas suben y bajan.

Durante ese rato el hijo pequeño de don Antonio juega con la máscara y el sostén de La Minga, vestuario que su papá enseña con paciencia.

Eduardo Añorve, cronista de Cuajinicuilapa, uno de los municipios de Guerrero más representativos del afromestizaje, dice que los diablos le bailan al dios negro. Cuenta que llegaron a costas guerrerenses y oaxaqueñas traídos por españoles, escondidos en barcos que llegaron a la playa de Punta Maldonado.

La Minga es la mamá de la danza: un hombre sonriente con máscara blanca y vestido de mujer. Dos grandes pompones destacan en su falda, y siempre lleva consigo una muñeca, su hija. El Pancho o diablo mayor va ataviado de vaquero con chaparreras, es el líder, explica. Si alguno se indisciplina, le pegan con varas de árbol. Es un día libre, pero El Pancho y La Minga ponen orden.

El baile también es a la tierra, a la ganadería, a la abundancia y a la fiesta. Es el recordatorio de que un pueblo esclavo hoy es libre en sus terrenos y marca el compás de sus horas: las llena de cumbias y sones. Son hijos del indio y el mulato, los machomulas, define Añorve.

“Los hijos heredaron el espanto de la persecución, la fatiga del trabajo forzado, el dolor del látigo y el hierro. Un tono negro en la piel —negro azul, negro cenizo, negro café, negro morado, negro amarillo—. Los hijos no miraron hacia atrás, sino hacia adentro: aprendieron a olvidar. Olvidaron la distancia. Desaprendieron los idiomas dominados”, resume Añorve en su libro: Los hijos de Machomula.

Cuajinicuilapa

Víctor Ramírez se asume cimarrón. Su piel es color canela. Formó parte del taller Cimarrón de México Negro, una organización fundada por el padre dominicano Glyn Jemmott Nelson hace más de tres décadas cuando llegó a El Ciruelo, una comunidad de Pinotepa Nacional, en Oaxaca, pero se fue hace cinco años y ya nadie buscó recursos.

Hay grabadores en El Tamal, en Puerto Escondido y otras comunidades a la redonda, quienes aun con su talento tuvieron que abandonar los pinceles por el campo. Después de varios intentos en la Secretaría de Cultura, Víctor piensa irse de indocumentado a Estados Unidos. En su casa, a la orilla de Cuaji, muestra pinturas con máscaras de diablos, estampas del mar de la Costa Chica, autorretratos donde sus ojos negros contrastan con el café de su piel. Pero no puede venderlos: “No hay dinero”.

Para el joven que define cimarrón como un mestizaje entre la cultura afrodescendiente con las etnias nahuas, amuzgas y mixtecas, los artistas de la Costa Chica son “invisibilizados”. En su taller eran 50 muchachos de 18 a 30 años que iban a las comunidades para enseñarles a los niños a reivindicar su raíz negra y exaltar sus tradiciones. Por mayoría de edad —cumplió 30 años de servicio en 2010— Glyn Jemmott se fue del país.

El México Negro existe, dice Víctor, pero al igual que otras organizaciones, como Enlace de Pueblos y Organizaciones Costeñas Autónomas, busca fondos para realizar encuentros que no llevan a ningún lado.

Con 29 años piensa en abandonar su vocación: “o compro óleo o como”. Ya ni en la playa vende sus grabados, que malbarata a 500 pesos. Por la violencia, ningún turista extranjero pisa Guerrero.

El antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán calcula que en tres siglos llegaron cerca de 250 mil africanos a México.

En este pueblo la gente hace jícaras con frutos de árbol, las adolescentes de 15 años se disputan por ser La América, una princesa azteca que busca la liberación de su pueblo. En San Nicolás las casas son frescas. Corre el viento en los pasillos y la gente conserva fotos de la fiesta en honor a San Nicolás Tolentino, donde se conjuga la religión católica, las costumbres prehispánicas y la comida tradicional.

Luz Domínguez, de Santo Domingo, Oaxaca, coordinadora en su pueblo de la Red de Mujeres de la Costa Chica (Remco) y estudiante de Pedagogía, es parte importante de la reivindicación cultural afromestiza. Estudió hasta los 32 años, porque se casó joven, pero decidió tener carrera universitaria porque algún día será alcaldesa y quiere estar preparada.

Considera que su región es machista, pero con Remco pretende empoderar a las mujeres. Su organización, a diferencia de las que abanderan lo afro, busca salir del atraso. Luz, de 38 años, trabaja con compañeras en comunidades como San Juan Bautista y Tlacamama. Brinda pláticas de equidad de género y sexualidad.

Para ella ser afromestiza no es lo más importante, sino que su región mejore. En su pueblo hay muchas necesidades y falta de empleo. La mayoría se dedica a la siembra de ajonjolí, son pescadores o al campo. Los hombres pretenden que las mujeres sigan sumisas; se van de indocumentados y las abandonan con más de tres hijos.

Luz tiene labios gruesos, cabello chino y piel color caramelo. Piensa en su hija adolescente: “La estoy enseñando a que sea cabrona”.

Punta Maldonado y Pinotepa Nacional

El Faro de la Costa Chica está en Punta Maldonado. El mar azul que parece una alberca gigante es productor de langostas. No hay olas, los bañistas se pueden sumergir muchos metros adentro. Los pescadores tejen sus redes que ocuparán cuando zarpen de noche. El olor a pescado viene de las cocinas, donde mujeres preparan pargos, huachinangos o peces bocones. Los niños de las cocineras juegan con besar a estos peces. Piensan que son sus amigos porque el mar los alimenta.

Hace más de 500 años, cuentan los pescadores, zarparon barcos españoles con sus antepasados en este pueblo pintoresco. Los ocuparon por su fuerza física de esclavos. Los marineros dicen que han visto restos de un gran barco que se hundió, otros cuentan historias de sirenas siguiendo la luz del faro.

Las caras de estos pueblos evocan historias, como en la plaza de Pinotepa Nacional. Hay decenas de señores con la piel de tonos entre morado, negro y marrón. Las parejas de ancianos comen helados y en las calles se escucha a Álvaro Carrillo, un afromestizo oriundo de la región.

De los más de 122 millones de habitantes que tiene México, de acuerdo con la encuesta intercensal del Inegi de 2015, hay un millón 381 mil 853 afrodescendientes, repartidos principalmente en Guerrero, Oaxaca y Veracruz. Del total de la población considerada afro, 64.9% es indígena; sólo 9.3%, unos 80 mil habitantes, no hablan ningún idioma originario.

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