Puebla

Comer al lado de Chuchita es un deleite y una forma de transitar en la historia de México por una ventana del tiempo. Ella es una mujer olmeca, chaparrita, de rasgos recios… y de tres mil 500 años de antigüedad.

Su morada es la Casa del Mendrugo, una edificación del siglo XVI en pleno Centro Histórico de la ciudad de Puebla, donde decenas de comensales disfrutan de la comida típica poblana y española al lado de la mujer indígena que los contempla a través de un cristal.

Los restos de quien se estima tenía 55 años y lesiones en costillas y un brazo, resurgió de la oscuridad cuando se remodelaba la casona que había sido por años morada de sacerdotes jesuitas y, luego, convertida en vecindad.

Hoy, sus huesos, su rostro y la ofrenda mortuoria que la acompañó en su viaje al otro mundo, ahora resguarda a los vivos en uno de los mejores deleites de la vida: comer.

A un lado de las mesas yace lo que sería una cisterna con la “representación” de un entierro olmeca: figurillas antropomorfas de piedra verde, espejos de magnetita, brazaletes y pectorales de concha, pendientes de piedra verde, puntas de obsidiana y, claro, parte de los restos de Chuchita.

“Es muy curioso porque nos hemos dado cuenta de las emociones que eso despierta en la gente. Se acercan con temor, respeto o con cierta curiosidad, no con morbo, pero sí una curiosidad un poco especial”, cuenta el propietario José Manuel Lozano Torres.

La mayoría de visitantes y comensales, relata, sienten mucha paz cuando ven una ventana arqueológica que muestra una tumba en la que hay un esqueleto de una persona que habitó hace 3 mil 500 años.

“Respetar hasta cierto punto, no venerar, pero sí, la palabra respetar creo que es la correcta, sí, y servir como testimonio de una vida anterior, mucho, mucho, muy antigua, anterior a la nuestra. La combinación de experiencia que se vive con la tumba es curiosa”, confiesa el hombre de negocios con profunda vocación filantrópica.

A los niños les encanta. Llegan y jalan a sus papás para que vean la ventana del tiempo. “A los padres les sirve para explicarles a los niños de una manera tan simple y sencilla lo que es la muerte, lo que es una osamenta humana, sin morbo, sin amarillismo, sin tragedia; como una cosa natural”, dice.

La oferta de comida española-poblana sólo es el preámbulo para la cereza del pastel. Los jamones ibéricos, jamón serrano, embutidos, tortilla española, mole, chalupas y cervezas artesanales (ámbar y trigueñas), acompañan los restos en el museo-restaurante.

La mujer era una persona muy querida en la comunidad y valiosa por los objetos que acompañaron su ofrenda mortuoria, según los especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia; y hoy mantiene el mismo respeto que antaño.

“La ven y les llama la atención el tener que comer con ella y siempre nos piden mucho esa mesa”, dice el encargado de seguridad, Alejandro López.

No pueden creer que dentro de la ciudad de Puebla se haya encontrado un vestigio de tres mil 500 años de antigüedad y que de paso sea de la cultura Olmeca, la primera civilización en Mesoamérica cuya zona de influencia abarca la parte sureste del estado de Veracruz y el oeste de Tabasco.

Mendrugos a los desposeídos

Los relatos antiguos cuentan que en la calle de La Palma 2 estaba la Casa del Mendrugo, construida por sacerdotes jesuitas como anexo del Colegio de San Jerónimo, el primero de la orden.

Los cimientos, paredes, techos, ventanas y puertas fueron edificados con los “mendrugos” (limosnas, donativos y cosas sobrantes) que aportaba la ciudadanía. Tras concluirse, los más desposeídos, a sabiendas del amor al prójimo de los jesuitas, visitaban el lugar para pedir un “mendrugo” de pan. Desde aquel siglo XVI se le bautizó como Casa del Mendrugo.

“Nosotros estábamos sensibles a la posibilidad del encuentro de cosas valiosas, un poco por lógica porque estábamos penetrando en un espacio antiguo en el Centro Histórico de la ciudad, y estábamos removiendo estructuras que no habían sido removidas nunca”, explica el dueño.

Emprendió una tarea titánica. En septiembre de 2010 —en las excavaciones para introduccir instalaciones hidráulicas— fueron localizados niveles de ocupación, pisos de tabique rojo y arranques de muros de piedra y cal que datan de los siglos XVI a XVIII.

El primer hallazgo “increíble” fue una especie de capsula del tiempo. Era un depósito de desechos de los habitantes originales de la casa y de la ciudad, una especie de cisterna donde los antiguos moradores depositaban todos sus desechos.

Hubo hallazgos de tiestos de cerámica colonial como platos, escudillas, jarras y especieros, con iniciales y monogramas o una ornamentación de trazos rápidos a pincel; pero también utensilios de cocina más recientes.

El hombre de negocios en todo momento estuvo al pendiente que la remodelación se hiciera respetando todos los vestigios e incluso se apoyó en especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia; Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), y de la Universidad Nacional Autónoma de México.

En los niveles más profundos, explorados con técnicas y registro arqueológicos, fueron hallados los restos de un piso empedrado y un muro construido con piedra caliza y unidos con lodo. Bajo el empedrado se descubrió una olla de forma globular de barro que contenía una ofrenda funeraria y al lado yacían los restos de una mujer.

Los arqueólogos determinaron, con diversos estudios, que era una mujer con una fractura en el cráneo que le había causado la muerte. En vida tuvo un problema en las costillas, de manera que estaba encorvada y presentaba un problema en el brazo izquierdo.

Así decidió habilitar una parte de la casona como museo y en otra mantener su proyecto de instalar un restaurante en pleno corazón de la ciudad.

“Nosotros jamás pensábamos poner un museo pero ante el hallazgo se perfiló el deseo de combinar el proyecto cultural que ya traíamos para esta casa con el restaurant, la gastronomía y la música. La combinamos con la evidencia del paso de la gente que antes que nosotros hizo esta ciudad”, afirma.

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