Nogales.— Con la mirada clavada hacia territorio estadounidense, a un costado del muro de acero, El Compadre se lamenta: “Ser pollero ya no es negocio; la maña —crimen organizado— se ha apoderado del negocio y lo ha desvirtuado todo”.

Este hombre, quien por tres décadas se ha dedicado al tráfico de humanos hacia Estados Unidos, acepta una entrevista con EL UNIVERSAL, pero pone como condición que ésta se realice en un recóndito restaurante de esta ciudad, y que no se revele su identidad. Sin embargo, en ese lugar se le convence de que nos traslademos a un costado de la línea fronteriza, un entorno más propicio para conversar sobre su “oficio”.

Durante la conversación, realizada de pie bajo la raquítica sombra de un árbol de mezquite, El Compadre, un sujeto cincuentón de ojos huidizos y delgado bigotillo de cantante de boleros de los años 50, voltea para todos lados, se queda callado y mira de reojo cuando una camioneta blanca se detiene para observarnos, o cuando un taxista para su marcha frente a nosotros y abre el cofre para revisar el motor. Está intranquilo. En varias ocasiones ha pisado cárceles de Estados Unidos y México por el delito de tráfico de migrantes. No vive ya en paz, reconoce.

“Hasta hace cuatro años, la frontera era otra cosa. Para dividir a ambos países, en lugar de un muro de acero sólo había una barda de lámina, y más antes, por allá de 2008, una bardita de alambre de púas.

“Para brincar hacia el otro lado nos abrazábamos de los postes para impulsarnos y luego nos deslizábamos para bajar. Una vez del otro lado corríamos hacia el Burguer King, ya en Arizona. Así de fácil se llegaba a los Estados Unidos. No había necesidad de llevar a la gente por el monte, por los cerros. Chambeábamos bien tranquilamente y además no había tanta violencia. Por esos años, yo llegaba a ganar hasta cuatro mil dólares semanales; hoy, tanta maña me tiene semiretirado, pero aun así me llevo mis 500 o 600 dólares, pues entrego los pollos a otros compañeros. Me dan una feria por el conecte, pero nada que ver con los mejores años.

—¿Cómo era la vida en Nogales en aquel entonces?

—La línea fronteriza y el centro de Nogales estaban llenos de gente. Los hoteles estaban al tope, te atropellabas con los migrantes que querían pasar al otro lado —rememora El Compadre, y por momentos aparece un brillo en sus ojos y guarda silencio varios segundos.

“Hoy, todo es tan diferente”, prosigue. “Primero, los gringos pusieron su muro de más de seis metros y aumentaron la vigilancia con radares, helicópteros y hasta perros, pero lo peor es que la maña se apoderó de la frontera y del negocio. Ellos se encargan de pasar los pollos y a los pocos que todavía trabajan por cuenta propia les cobra una cuota por cada migrante que cruza la frontera, que puede ir desde los siete mil hasta los 10 mil pesos.

—¿Cómo sabe el crimen organizado a cuántos migrantes pasan y por dónde lo hacen?

—Tienen halcones y retenes camino a los cruces más concurridos de Sonora: Altar, San Luis Río Colorado, Sonoyta, Caborca, Sasabe, Saric, Agua Prieta. En todos lados tienen ojos —dice en una mezcla de certeza y resignación.

La figura del coyote es escuálida y larga, va vestido con un pantalón claro de mezclilla deslavado por el uso y una camisa gris con rayas blancas y negras; además, porta una gorra de beisbolista azul marino y unos botines de uso rudo para caminar por las montañas. También lleva colgado en el cuello un rosario negro de metal.

“Soy muy católico, todos los domingos voy a misa y me gusta leer la Biblia”, dice con repentino fervor mientras saca el rosario y lo toca con sus toscos dedos.

—¿No es contradictorio ser pollero y ser católico?

—Claro que no. Yo nunca, en 30 años, he dejado a un pollo abandonado en el desierto, ni los he usado como “burreros” para que trasladen droga, como ahora sucede con la maña, que aprovecha los viajes y les coloca mochilas cargadas de mariguana o cocaína para cruzarlas al otro lado. Es más, una ocasión les salvé la vida a una señora y a su hijo de 12 años, que habían sido abandonados en el desierto. Estaban a punto de morir de sed y hambre.

—¿Cuáles son las tarifas que ofrece un pollero?

—El cobro depende del lugar a donde los migrantes deseen llegar. Por ejemplo, a Tucson son dos mil 500 dólares; a Phoenix, tres mil dólares; Pensilvania, de cinco mil a seis mil dólares y si van a tomar un avión, se les aplica un cobro extra por la enviada.

Entusiasmado, El Compadre se sigue de frente: “Antes de cruzar a mis pollos vigilaba a la migra de día y de noche esperando un descuido o el cambio de turno. Muchas veces nos tocó dormir pecho tierra o taparnos con arbustos cuando un helicóptero andaba cerca.

“También les pintaba sus garrafones de negro y les machacaba ajos para ahuyentarles a los animales ponzoñosos. Hoy, eso ya no lo hacen los polleros”, dice El Compadre, y en sus ojillos recelosos aparece más líquido de lo habitual.

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