Cristopher Rogel Blanquet

Pachuca

Viste un suéter negro con bolitas brillantes, un pantalón deportivo rojo, el cabello recogido y sujetado por una “mariposa” rosa; en el cuello, una bufanda afelpada. Esa noche, el frío de Pachuca no fue condescendiente con Laura, quien llegó puntual a la cita. Después de sentarnos en la mesa del fondo y ordenar un par de cafés, un breve silencio fue el preludio de una historia que comenzó hace más de cuatro décadas: “Tengo 65 años; soy una trabajadora sexual realizada”, y ahí comienza la entrevista.

Laura tenía 23 años de edad. En esa época, su sueldo no le alcanzaba para mantener a sus hijos. Ganaba 150 pesos diarios.

“En ese entonces se murió un familiar, yo no tenía ni para el café ni el azúcar”. Ese fue el factor detonante para dar el primer paso.

Mientras da un sorbo a su café, entrecierra los ojos y sus arrugas se acentúan. Recuerda que entró a este negocio gracias a una señora que conoció en el mercado. Ella “ofrecía su cuerpo a cambio de dinero”, así que Laura le pidió un consejo. Estaba decidida a ejercer ese trabajo.

La primera recomendación que la mujer le dio —la más importante— fue que trabajara lejos de su familia. Las inmediaciones de Pachuca fueron el lugar ideal: no había carreteras, sólo una brecha y muchos árboles. Poca comodidad a cambio del anonimato.

Entre suspiro y suspiro Laura platica que debido a un reportaje que le hicieron hace muchos años, su cuñada se enteró de qué trabajaba y, se lo informó a su familia.

La primera reacción de sus hijos fue de indignación, de reclamo. El más pequeño, de 16 años, no la juzgó. Sentó a cada uno de sus hermanos en la sala y les preguntó: “¿Te faltó comida?, ¿te faltó techo?, ¿te faltó escuela?, ¿alguna vez dejó de ir a las juntas escolares? Entonces, ¿qué reclaman?

“Orgullosos deberíamos de estar de nuestra madre que tuvo los pantalones de enfrentarse al trabajo y darnos lo que tenemos”, repite Laura las palabras de su hijo.

Un paraje, su lugar de trabajo

Su peregrinar duró más de 20 años, todos los días viajaba del Distrito Federal a este paraje alejado de la civilización.

Maleta en mano, salía muy temprano de su casa a la Central del Norte para tomar un camión hacia La Bella Airosa; de ahí, un taxi la dejaba a orillas de la ciudad. El resto del recorrido lo caminaba.

Las experiencias de Laura son incontables, pero dos se mantienen vigentes en su memoria. La primera: un ingeniero llegó como cliente, después fue su amigo y al final se convirtió en su hermano. “Se tuvo que ir de México; pero es una persona maravillosa”, recuerda.

La segunda: una tarde un líder estudiantil, acompañado de su séquito de amigos, llegó a su zona de trabajo y la levantó. Durante horas fue violada en múltiples ocasiones. La gente paseaba por el centro de Pachuca sin saber que en el interior de la camioneta que daba vueltas en la plaza del Reloj Monumental se encontraban Laura y una amiga, desnudas, golpeadas y humilladas. Al final las tiraron en un paraje.

“Esa es la experiencia más terrible que he tenido; él ahora es un político muy importante en Hidalgo”, narra Laura y su mano se aprieta con fuerza como si tratara de estrangular el recuerdo que la acompaña desde entonces.

El tiempo pasó y su área de trabajo ya no es un lugar desolado. Se fue poblando y la brecha que estaba a pocos metros de su árbol, hoy es una carretera.

También Laura cambió. Ahora usa un tinte castaño para cubrir sus canas, pero las arrugas de sus manos y rostro nada las desvanece.

Al día siguiente de nuestra charla nocturna, fui a verla a su lugar de trabajo. La cita se pactó al mediodía. Ahí estaba Laura, la madre, la abuela. Ya no traía suéter negro ni maquillaje discreto. Ahora usaba un traje de oficinista rojo intenso, el mismo color con el que estaban pintados sus labios; unas medias color carne y zapatos de tacón. Estaba parada junto a un árbol que da sombra a un cuarto improvisado con varas y lonas de plástico. Esas paredes han recibido por más de 40 años a todo tipo de clientes: traileros, profesionistas, estudiantes, albañiles y campesinos, entre otros.

Una madre exitosa

De los siete hijos que tuvo, le sobreviven seis. Ramón murió en un accidente automovilístico. Sin más recursos que los obtenidos por la venta de su cuerpo, a cada uno les compró un coche y un terreno.

“Tres de ellos son profesionistas: un ingeniero en máquinas y herramientas, una abogada y una maestra bilingüe”, dice Laura con orgullo e interrumpe su plática. Un cliente llegó y no se le puede hacer esperar.

Un sujeto de unos 30 años se le acerca con cautela. Después de acordar el precio, se adentran al pequeño recinto. El encuentro dura menos de 10 minutos.

La pareja sale. El hombre se marcha y Laura se dirige a la sombra de su árbol. Revisa su maquillaje en un espejo y continúa la charla.

A pesar de que sus hijos le han pedido que abandone su trabajo, ella se niega. Asegura que no quiere depender de nadie: “Antes trabajaba para mis hijos; ahora trabajo para mí, para darme una vida digna”.

Gracias a sus ingresos, que se negó a revelar, hace dos años Laura viajó con su nieta a Alemania. También conoce Cuba y distintos estados del país. No todo es trabajo, comenta.

Como parte de sus actividades y gracias a su constante capacitación en educación sexual, colaboró en la creación de un libro y ha dado platicas en universidades y preparatorias.

La jubilación está lejana

El reloj está a punto de marcar las tres de la tarde, la hora de salida se aproxima. Laura alista sus cosas. Como todo trabajo que se respete, tiene un horario y lo cumple.

Ella sabe que este oficio tiene caducidad. Por eso, parte de sus ahorros los invierte en una purificadora de agua, negocio que camina a la par de que sigue vendiendo fantasías a varones.

No depender de nadie económicamente es algo que Laura se lo toma muy en serio: hace tiempo que ya pagó su funeral. “Ni muerta dejaré problemas a mis hijos, para que mis hijos digan, ‘mi mamá ni en eso nos molestó’”.

Hace más de 10 años Laura se mudó a Pachuca a petición de sus hijos; le dijeron que si no podían sacarla de trabajar al menos hiciera lo posible para no cansarse tanto.

Ya no atiende a la misma cantidad de clientes que hace 40 años, pero no se desanima, sabe que aún tiene fuerzas para seguir en este trabajo que le ha dado tragos amargos y grandes satisfacciones. “El trabajo sexual lo he tomado como un trabajo digno donde me gano mi dinero. (…) Siempre he dicho que mientras gane, ahí voy a estar”, concluye Laura mientras se acomoda los lentes y camina hacia un paradero de transporte público. Debe darse prisa porque cerrarán el mercado y necesita preparar la comida.

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