Laura Sánchez Ley / corresponsal

En Los Cabos, una ciudad ubicada entre dos mares, Xóchitl Loyola friega ropa en un lavadero de metal y al mismo tiempo rocía agua en su casa para barrer y no levantar tierra. Aunque “casa”, tal vez no sería la definición exacta.

Después que “pegó” un huracán hace seis meses —delicado sólo en el nombre, Odile— ha podido reconstruir un cuarto con pedacera de madera, un mosaico de colores y texturas que apenas sirven de sombra.

Vive en un lugar al que llaman Vado de Santa Rosa, un asentamiento irregular donde más de dos mil casitas de madera se tambalean sobre tierra arenosa. Ahí, corre un arroyo que a veces trae el agua de las lluvias de temporada, pero que casi siempre sirve de basurero clandestino.

Para llegar a su casa, hay que caminar unos tres kilómetros desde la Carretera Transpeninsular, que conecta toda la península de Baja California; atravesar más de un centenar de cuarterias y bajar al arroyo de arena.

Su vivienda es sólo un cuarto, donde hay una mesa tapizada de papel para regalos. Un colchón al ras del piso. Una cajonera de cuatro cajones y una mina de gas que sostiene una parrilla.

— Hace ocho años venimos, nos cobraron primero cien pesos, luego 300. Poco a poquito hicimos un cuartito con pedacera de madera, porque vendíamos naranjas y donde mirábamos la agarrábamos. Íbamos pegando todos los días un pedacito de triplay.

Si Xóchitl tuviera que escoger qué le dolió más de lo que Odile se llevó, tal vez sería una parra de uvas, que le daba color a un paisaje que en cualquier temporada del año es café como el lodo del invierno o la arena del verano.

— Ese día empezamos a mirar cómo se movían los árboles y la gente gritaba. Se puso más feo y nos salimos corriendo pa´ con mi suegra. Xóchitl no sabía de la magnitud del huracán porque su suegra, un día antes se llevó su televisión, para que en caso de que arreciara la lluvia, no fuera a descomponerse.

Cuando corrieron la única salida era por el arroyo que en ocho años, jamás había visto sin arena. Gritos, niños corriendo, gente atrapada en su casa y techos de lámina volando, fue lo que los ojos verdes de Xóchitl vieron.

— Al día siguiente no quedaba nada de mi casa. Me agarré llorando, todo se lo llevó, menos tres cambios de ropa que alcance a sacar.

Autoridades, sin respuesta

Xóchitl, su esposo y tres hijos son de los más de 250 mil afectados por el Huracán Odile que azotó Baja California. Han pasado seis meses, y miles de personas continúan con sus casas destrozadas a pesar de la ayuda prometida por las autoridades.

—Dos semanas después del huracán nos censaron los de la Sedatu (Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano), nos dijeron que nos iban a reubicar, pero nada. Tengo miedo de que otra vez lleguen las lluvias.

Su casa esta tapizada de tela con la bandera de México. Después del huracán vino el frío y por la pedacera de madera se filtraba el viento.

—Se me empezó a enfermar mi niño más chiquito, porque se metía todo el frío y no teníamos dinero. Mi suegra había comprado tela de bandera porque se aproximaba el 16 de septiembre. Me la regaló porque no hubo festejos. La tela también es la división entre el colchón y la mina de gas. Un patriotismo forzado que le tuerce las tripas a Xóchitl, porque le recuerda a ese gobierno que dice, no le ha dado nada.

Visita de springbreakers

La ciudad de Los Cabos es de los destinos turísticos favoritos entre los estadounidenses. Las agencias de viajes en Estados Unidos ofrecen las mejores promociones, y las universidades organizan las graduaciones en paradisíacos hoteles frente al mar.

Ellos lo llaman simplemente “Cabo” y fonéticamente lo pronuncian Cabou, como gritan euforicos los jóvenes de pectorales erguidos, y chicas rubias en diminutos trajes de baño.

Llevan atadas a la cabeza coloridas bandas de la Universidad de Arizona. Es su graduación. Han venido desde San Diego, California, en un viaje de dos horas. Festejan la llegada del spring break o sus vacaciones intermedias.

En Cabou, seis meses después pareciese que Odile nunca existió. Los hoteles lucen esplendorosos, el hip hop y el reggaetón suenan hasta las seis de la mañana y el Mango, el bar más famoso de la ciudad, icono de los jóvenes vacacionistas, nunca ha vendido tanta cerveza como este año.

“Aquí como si no hubiera pasado nada, es más hasta creo que hay más gente este año porque ahora vienen los güeros preguntando que si es cierto que las olas llegaron hasta la punta del arco, la piedra esa de allá”, cuenta Efraín, mesero en el Mango.

Cabou está completamente de pie. Horas después de Odile empresarios y gobiernos se reunían para poner en marcha un plan que reactivara la zona turística. Esto, a pesar de que según estimaciones del Consejo Coordinador generó perdidas de hasta 15 mil millones de pesos al sector empresarial, superando los daños generales por huracanes en Guerrero y Cancún.

Actualmente se ha reactivado prácticamente toda la oferta turística. Campos de golf, bares, hoteles, pesca deportiva ya operan prácticamente al 100%. Entre Los Cabos de los sudcalifornianos y El Cabou de los turistas, existen muchas diferencias que evidenció Odile aquel 14 de septiembre.

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