Es evidente que la película aún no termina, pero a un año de iniciada la administración Trump puede afirmarse que el saldo para México no ha sido tan catastrófico como se pensaba al asumir la presidencia. La diplomacia y los negociadores mexicanos se han visto en la necesidad de recorrer caminos nunca antes explorados en la relación con Washington. Nuestra política exterior se ha orientado a darle algunos dulces y triunfos de importancia más o menos secundaria a Trump, a cambio de preservar la interlocución en asuntos que son primordiales para los mexicanos. La Cancillería expulsó al embajador de Corea del Norte y se abstuvo en el voto de condena a la postura norteamericana sobre Jerusalén. Es de esperarse que en Washington apreciaran estos gestos como un guiño amistoso. La alternativa es que lo hayan registrado como una posición de debilidad de la que aprendan para presionarnos en el futuro.

La diplomacia mexicana tiene una tarea compleja; debe distinguir con claridad entre los asuntos de fondo y el espectáculo al que es tan afecto el presidente de ese país. Es tan importante identificar los momentos en que México debe pronunciarse con firmeza, como reconocer las ocasiones en que el silencio es la mejor medicina. Es necesario meter fuerte la pierna en las cuestiones comerciales, cualquier obstáculo que se pretenda imponer en los flujos fronterizos y políticas que afecten la integridad de los mexicanos que viven en Estados Unidos. En el debate migratorio, lo más saludable es dejar que las fuerzas políticas internas de ese país hagan el trabajo que interesa a México. Dejar, por ejemplo, que las ciudades santuario y el acercamiento de los demócratas con las causas de los latinos reduzcan el riesgo de redadas y deportaciones masivas. Dejar que la guerra declarada a los opiáceos, permita mirar a México como socio y víctima de una lucha de preocupación común.

En el último año, las deportaciones de paisanos se han mantenido, incluso han ido ligeramente a la baja, respecto al período de Obama. El ánimo anti-inmigrante se ha exacerbado, pero no se han dado las expulsiones masivas que se pronosticaban. La vida de los paisanos en Estados Unidos es más miserable que hace un año por el efecto social que han provocado las declaraciones racistas de Trump. El mayor control que realiza México de su frontera sur ha incidido también en que los flujos hayan disminuido y con ello, las necesidades objetivas de Estados Unidos para detener y deportar.

En el caso del TLCAN hay que cobrar conciencia de que la negociación depende más del clima político en Washington que de las ventajas o concesiones comerciales que puedan ofrecerse a Estados Unidos. Si el señor Trump necesita reventar el Tratado para ganar las elecciones intermedias de este otoño, lo hará sin miramientos. Podrá incluso justificar esa medida extrema afirmando que, en la medida en que México se niega a pagar por el muro, el precio a pagar es la supresión del Acuerdo.

La afectación más seria para México se ha dado en el terreno de la imagen internacional de nuestro país. La utilización de México como la piñata favorita de Trump no ha recibido una respuesta estructurada por parte nuestra. Sus referencias ofensivas y constantes pintan a México como un país de espanto. Y en la medida en que no contamos con mecanismos ni alianzas para contrarrestarlas, dejamos la impresión de que el México que describe Trump es real. Nos vamos acostumbrando a que nos denigre sin pagar costo alguno y sin que ser el blanco de sus ataques se traduzca en un mayor acercamiento con otras naciones. No hemos sabido capitalizar el repudio mundial que genera el señor Trump.

México ya tiene la mirada puesta en las elecciones de julio. Pero el Estados Unidos de Donald Trump seguirá ahí, a la espera del nuevo presidente de México. Hasta ahora, nuestros candidatos han dado la impresión de que el vecino no existiera. Veremos si plantean alguna estrategia sensata cuando inicien formalmente las campañas.

Internacionalista

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