El Pacto Mundial de Naciones Unidas para una migración ordenada, segura y regularizada mostró las divisiones insalvables que hoy existen frente al flujo internacional de personas. A pesar de tratarse de una declaración sin impacto legal alguno o limitaciones a la soberanía de ningún Estado, treinta países receptores de migrantes decidieron ausentarse de la reunión de Marrakesh. Esta postura fue totalmente errónea, pues habría resultado mejor que participaran con sus objeciones y puntos de vista que simplemente ignorar un asunto global que involucra a 260 millones de personas; uno de cada treinta seres humanos.

A ningún país se le ha negado el derecho soberano a determinar sus leyes migratorias, ni el acceso que puede otorgar a los extranjeros para residir o trabajar en su territorio. El Pacto de Marruecos buscaba atender un fenómeno universal, identificar sus causas, proponer vías de solución y, sobre todo, establecer mecanismos de cooperación internacional que pudieran ordenarlo. Todos los países podrían haber estado de acuerdo en cuestiones tan esenciales y de beneficio general como es la evaluación de tendencias y obtención de datos, establecer mecanismos para combatir a los traficantes de personas y la construcción de sistemas globales para preservar la vida de los migrantes en sus travesías, como es el caso de los balseros en el Mediterráneo o a los que cruzan el desierto entre México y Estados Unidos. Rehuir al debate y al contraste de posiciones y de ideas fue el equivalente a meter la basura debajo del tapete y, en el fondo, alimentar las posturas políticas más extremistas que se nutren de la migración para exacerbar nacionalismos, el racismo y el abandono de estrategias multilaterales.

En la reunión de Marruecos quedó claro que los países expulsores propugnan por mayores derechos y atención a los migrantes, mientras que los receptores se inclinan, cada día de manera más elocuente, en contra del ingreso de extranjeros a sus territorios. Así las cosas, el fenómeno migratorio de los próximos años nos presenta un escenario de creciente rechazo al ingreso hacia los países más prósperos, graves crisis humanitarias, división política y deportaciones masivas.

En el imaginario colectivo de países receptores como Estados Unidos o Australia, cada día cala menos el argumento de que sus sociedades se formaron a partir de los migrantes y por ello deben seguir recibiéndolos. En otros que fueron imperios, como el Reino Unido, Francia o España, cada día convence menos la tesis de que deben recibir a los habitantes de sus antiguas colonias. En algunos más, como los escandinavos o del Este de Europa, la migración ha sido el platillo idóneo para engordar a los partidos de la extrema derecha y las tendencias nativistas.

Si tomamos al ejercicio de Marrakesh como un termómetro mundial en esta materia, debemos anticipar el final de flujos, legales o ilegales, más o menos amplios, el cierre del mundo desarrollado y crecientes crisis políticas en países de África, Medio Oriente y Centroamérica que buscarán nuevos destinos o bien tendrán que enfrentar graves crisis internas.

México es uno de esos pocos países que tiene las cuatro dimensiones de la migración: como receptor, origen, tránsito y retorno. Como a pocas naciones nos habría venido bien la adopción por consenso de un marco mundial de actuación en esta materia. Pero ante la fractura mostrada en la reunión de la ONU, es urgente forjar una nueva política migratoria mexicana que aproveche nuestras peculiares condiciones, pero haciéndonos cargo de que la migración a EU está llegando a sus etapas finales, mientras que prácticamente solos deberemos enfrentar la crisis que vive América Central.

Internacionalista

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