México, está más que probado, es una nación rica en cultura, recursos naturales e historia, con una sociedad civil trabajadora y entusiasta y un sector empresarial cada día más grande y pujante.
Sin olvidar que durante las últimas décadas, hasta hace unos años, gozamos, en pleno auge de los combustibles fósiles, de gran abundancia petrolera en beneficio de nuestra economía, gracias en buena parte a lo que hoy nos encontrarnos entre las mayores economías del orbe.
En ese sentido, podría pensarse que nuestro país y su gente han tenido y tienen hoy a su alcance más de lo necesario para ser competitivos y exitosos en el mundo globalizado.
Sin embargo, a pesar de la gran riqueza nacional con que contamos, la nuestra también es una sociedad tremendamente desigual, en la que cerca de la mitad son pobres y en la que millones de jóvenes carecen de oportunidades para su desarrollo, además de atravesar desde hace más de una década —en buena medida como efecto de la desigualdad y el desempleo—, por un estadio de criminalidad y violencia que empaña la paz y el potencial desarrollo nacional.
Pero, ¿qué hay detrás de nuestra incapacidad para abatir el subdesarrollo, la marginación, la pobreza, el desempleo, la violencia y la falta de crecimiento económico?
Hoy sabemos, tras mucho comprobar que no es un asunto de capacidad de los mexicanos, que una de las principales razones de nuestros más grandes problemas nacionales es, sin dudarlo, la corrupción, esa hidra de miles, millones de cabezas que como un cáncer se multiplica exponencialmente cada que es puesta en práctica.
Por ello no es casual que de algunos años para acá se haya escuchado a multitud de figuras políticas, líderes sociales y ONG pronunciarse por acabar con este mal. Gracias a ello hoy contamos con el Sistema Nacional Anticorrupción, un entramado legal e institucional —por cierto aún sin titular— pensado para abatir la corrupción en la administración pública.
No obstante, debemos aceptar que de la corrupción todos los ciudadanos somos partícipes en cierta medida, y a raíz de los más recientes pronunciamientos de empresarios y obispos para combatir la corrupción —enhorabuena por ello—, se vuelve imperativa una toma de conciencia colectiva, de toda la sociedad civil, sobre el hecho de que, efectivamente, urge y debe ser prioridad nacional terminar con la corrupción, pero no bajo el esquema de “tú sí, pero yo no”, sino entre todos.
Gobierno y sociedad, incluyendo a Iglesias, ONG, medios de comunicación y empresarios, debemos trabajar de la mano para erradicar la corrupción. Pero ya no basta la palabra, debemos pasar a la acción, exigirla. El actual contexto de las campañas electorales es caldo de cultivo inmejorable para ello.