Cualquiera que sea la estrategia para combatir la inseguridad en el país, no arroja los resultados deseados, pues la espiral de violencia sigue incrementándose. Los homicidios dolosos en el país registraron un nuevo récord en octubre: 2 mil 371 carpetas de investigación, el mes con la cifra más alta en 20 años.

El dato, desafortunadamente, no sorprende. A lo largo del año la tendencia ha sido a la alza. Lo que sorprende es la indiferencia oficial que sigue a la difusión de las cifras mensuales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. No hay la menor explicación ni siquiera la renovación de promesas para darle a la población la seguridad que exige en sus actividades cotidianas.

¿Es mucho pedir plantear a autoridades federales y estatales ir de la mano con la sociedad civil? Ahí se encuentran valiosas agrupaciones que se han volcado a estudiar el fenómeno y a lanzar propuestas para revertir la situación. Sus diagnósticos, sin embargo, incomodan por duros pero certeros. Hablan de las errores y la gran responsabilidad que en ellos tienen la autoridad. ¿Alguien más podría ser responsable si al Estado se le ha conferido el monopolio de la fuerza? No deberían existir en el país grupos delictivos con mayor poder que el de las fuerzas estatales, pero los números hacen suponer lo contrario.

El señalamiento es claro: una de las debilidades más importantes reside en las corporaciones policiacas. Sus procedimientos, capacidades y formas de operar difieren de un municipio a otro y de un estado a otro.

En este punto, la revisión legal sobre el mando policial —único o mixto— permanece en la congeladora del Congreso de la Unión.

El nivel delictivo ha sido atribuido por varias voces al modelo de justicia penal. Si algunos casos fueran en efecto consecuencia del nuevo esquema, la población no quiere escuchar lamentaciones si no ver a las corporaciones policiacas respondiendo de forma correcta a ese desafío.

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