De acuerdo con las estadísticas del INEE, en México 97.7% de niños entre 6 y 11 años asiste a la primaria; 93.3% entre 12 y 14 años asiste a la secundaria; 73.2% de los jóvenes de 15 a 17 años asiste al bachillerato (o a instituciones equivalentes) y sólo 31.5% que tienen de 18 a 22 años cursan alguna carrera universitaria (o técnica). A estas estadísticas hay que restarle la cantidad de estudiantes que abandonan sus estudios; sólo en primer grado de bachillerato, 15% de los alumnos desertan.

Por ello, el sistema educativo funciona como una especie de filtro social donde se van decantando los estudiantes de acuerdo con su aprovechamiento académico: quienes logran terminar a tiempo la educación media superior, representan a los mejores estudiantes de México. Aún así, muchos de ellos no logran ingresar al nivel universitario debido a la falta de espacios en estas instituciones. Por ejemplo, en la UNAM sólo 7% de los aspirantes logra ser alumno de esta institución; proceso que se hace a través de un examen de conocimientos, cuyo propósito es identificar a los jóvenes con mejor preparación académica.

La premisa central del proceso de admisión de las universidades de mayor prestigio es quedarse con la “crema y nata” de los estudiantes, pues ello garantiza que tengan mayor probabilidad de éxito en sus estudios profesionales y que la institución tenga mejores indicadores educativos (eficiencia terminal, porcentaje de titulación y profesionistas exitosos), lo cual contribuye a mejorar su prestigio académico y a incorporar a los mejores profesionistas dentro de su planta docente. Aunque esto parece ser un círculo virtuoso, la literatura científica muestra que son los jóvenes que provienen de hogares con condiciones económicas privilegiadas quienes tienen mayor probabilidad de ingresar a las mejores instituciones educativas públicas, como es el caso de la UNAM. Esto se debe a que la adquisición de conocimientos y habilidades académicas depende principalmente de las oportunidades de aprendizaje a las que son expuestos los estudiantes tanto en la escuela, en el hogar, como en el contexto social. Los estudiantes de las clases privilegiadas tienen, por mucho, más oportunidades para aprender (mejores escuelas, padres con niveles educativos altos, bibliotecas en sus hogares, clases de verano) que los de clases desprotegidas que, por lo general, encuentran obstáculos para aprender (padres analfabetos o de baja escolaridad, necesidad de trabajar). Por desgracia, se cumple con el proverbio que dice "origen es destino". La excepción a esta regla de ingreso meritocrático la representa la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), que la promovió AMLO, siendo jefe del DF. Aquí los estudiantes ingresan por un proceso aleatorio (una especie de lotería) que ganan los más afortunados, independiente de su nivel académico que, por lo general, es muy bajo. Aunque la intención de darle educación a los más desprotegidos es loable, el resultado de este modelo educativo es desastroso, pues la inmensa mayoría de los jóvenes que tienen la suerte de ingresar a la UACM no concluyen sus estudios universitarios o lo hacen con niveles académicos muy inferiores a los de las universidades que seleccionan a sus estudiantes de manera meritocrática. El dilema que enfrenta el sistema educativo mexicano es el siguiente: utilizar un mecanismo de ingreso por méritos académicos, que desfavorece a los más pobres, o utilizar un método aleatorio cuyos resultados académicos son desastrosos. La solución a este dilema no tiene una solución perfecta. Sin embargo, me queda claro que ningún país quisiera tener profesionistas pobremente preparados, pero tampoco quisiera que la educación sea sólo para las clases privilegiadas. El proyecto de AMLO de construir cien universidades para las clases más desprotegidas tiene el alto riesgo de que le suceda lo mismo que a la UACM, que resuelve un problema social a costa de crear un problema académico, cuya factura se cobrará en un futuro.

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