Estados Unidos es hoy, como lo ha sido desde su fundación, una nación con una sociedad plural y abierta. Pese a ello, tal vez como síntoma de los complejos tiempos que se viven en el mundo, en los que muchos de los valores y fundamentos de las sociedades occidentales son fuertemente cuestionados, el racismo, infortunadamente, vuelve a ser un tema a discusión para los estadounidenses.

Aunque por supuesto no se trata de algo nuevo en EU, desde que Donald Trump entrara a la escena política del país este fenómeno, ligado fuertemente a la xenofobia y a movimientos antiinmigrantes, ha vuelto al centro del debate luego de los hechos de Charlottesville, Virginia, de hace una semana, en los que grupos abiertamente racistas y neonazis marcharon por las calles de esta localidad en rechazo a la creciente pluralidad étnica y cultural de EU —representada por quienes estas formaciones reconocen como sus enemigos, las minorías, primordialmente negra y latina, aunque en realidad cualquiera que no sea igual a ellos—. Pero esta problemática vuelve al foco de atención sobre todo tras las declaraciones ambivalentes sobre lo ocurrido del presidente Trump.

Que todavía hoy añejos movimientos supremacistas como el Ku Klux Klan, con toda su parafernalia medieval y oscurantista, desfilen sin pudor por ciudades de Estados Unidos reivindicando una supuesta supremacia de raza, es señal inequívoca y preocupante de un retroceso en la igualdad, que tantas vidas a costado a la nación que presume ser baluarte de los derechos y libertades humanos.

Debido a que en las últimas décadas se han dado avances importantes en la inclusión de nuevos grupos en la política, cultura y economía del país vecino, lo que amenaza a quienes antes se consideraban privilegiados, no es casual, pero no por ello es menos condenable, que en pleno siglo XXI, cuando la diversidad religiosa y étnica de EU es cada vez mayor, resurjan estos grupos racistas.

Lo nuevo e indignante —y aun no sabemos qué tan grave para el tejido social de Estados Unidos— es que sea el mismo huésped de la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, quien con su retórica y discurso, así sea de manera velada o indirecta, quien brinde respaldo a los supremacistas.

Oponerse a la inclusión social y política de alguien, sólo por su color de piel, su religión o cualquier otra característica, solamente desnuda de cuerpo completo a quienes defienden estas posturas que, hay que tener presente, nunca han dejado de ser una razón de polarización para los estadounidenses.

Por ello es tan grave que Donald Trump, quien entiende y a veces legitima los temores de este sector de extremistas blancos, no los condene abiertamente en su calidad de presidente de Estados Unidos.

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