Señor Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México:

Me dirijo a usted con la sobriedad republicana que la ocasión merece, pero también con el respeto profesional y el reconocimiento personal que siempre me ha inspirado. Nada más digno, ni más entrañable, que la oportunidad que ahora se le ha otorgado. Lo felicito y la auguro éxito y prosperidad.

Le escribo estas líneas con la esperanza de que mis palabras, honestas, le puedan servir de algo y tenga como precedente la imagen que guarda alguien que ha entregado su vida al poder judicial.

México está atravesando por una serie de cambios, sustantivos y estructurales, en lo jurídico, político y en lo social. Se trata, sin duda, de cambios que son mucho menos tangibles que aquellas reformas procedimentales e institucionales que los mexicanos fuimos construyendo al paso de las últimas décadas e implementando en los más recientes. Pero no por ello, son cambios de menor calado e importancia; cambios, que desde dónde los veo, requieren y seguirán requiriendo por mucho tiempo más, del cuidado y de la protección del Poder Judicial para su consolidación democrática y reconocimiento jurídico. Seguirán siendo necesarias la valentía de los jueces y la astucia e inteligencia de sus magistrados.

Pues son cambios que pretenden modificar las entrañas mismas del entendimiento social, institucional y político de nuestro país. Cambios que modificarán nuestra cultura de la legalidad, la percepción sobre nuestros sistemas jurídico y social y que modificarán los criterios de legitimidad de nuestras instituciones del Estado; se tratan, pues, de cambios de actitud y de comprensión en el Derecho y en la política que responden a las necesidades tangibles de una sociedad que los demanda, pero a su vez, cambios que no pueden alejarse tampoco de aquellas limitantes que imponen nuestra Constitución y los valores de un Estado constitucional y democrático de derecho y es ahí, donde recae su responsabilidad.

El reto implica para usted, señor Presidente, el de abandonar una perspectiva parcelada del Poder Judicial y abordarlo desde su totalidad: como un Poder mismo, con los límites que le impone la ley y sus facultades constitucionales, pero con el amplio horizonte que le dibuja la democracia de un país en cambio. La labor judicial vista desde la atalaya en la que ahora actuará, no se puede reducir a la exclusiva función de seguir fielmente un procedimiento y, a través de él, llegar a una conclusión: la sentencia.

Estimado presidente, un Poder Judicial es mucho más que una sentencia dictada en tiempo y en forma. Su labor como presidente del Tribunal implica una función no jurisdiccional en protección de la jurisdicción misma; dedicada a su manutención, a su perfeccionamiento; requiere de una fina dirección, de saber canalizar tanto los problemas cotidianos como el destino del Poder Judicial mismo. El que mucho depende de la capacitación y formación de los jueces, a través de una Escuela Judicial consolidada, académica e institucionalmente, de la que ya tiene la semilla y sólo requiere la voluntad y el liderazgo.

Las sentencias, es verdad, son la cúspide del resultado judicial, pero conseguir los medios legales y políticos idóneos para llegar a ellas y garantizar su fuerza normativa son ejercicios de distinta naturaleza a la jurisdiccional, a los que ahora deberá dedicar toda su energía y tiempo. Un buen presidente del Tribunal debe vigilar dos polos, que las circunstancias le pintarán en ocasiones como contradictorios: la eficacia y la legitimidad. Dictar montañas de sentencias y dar respuesta a todos y cada uno de los asuntos que llegan a su Tribunal, no necesariamente implicará que le sea otorgado el reconocimiento social de una buena labor jurisdiccional.

El poder judicial, además de atender los preceptos sustantivos de la ley, tiene que construir un entramado que garantice la legitimidad de su actuación ante una sociedad sedienta de justicia. El poder judicial, además de aplicar la ley, la tiene que respetar, se tiene que conducir con transparencia, tiene que generar datos, realizar radiografías internas de su quehacer cotidiano para que estos sean conocidos por la ciudadanía y resolver junto con ellos los problemas que le acosan; el poder judicial tiene y debe garantizar los principios democráticos de dar acceso a la justicia a todos y juzgar con imparcialidad (que no es lo mismo que la neutralidad). El poder judicial, tiene que hacer valer el Estado de Derecho, regirse por el derecho escrito y estricto y hacer valer su imperio en el país. Un imperio, que jurídicamente hablando, no depende de nadie más, más que de la institución que usted hoy encabeza.

El poder judicial, para poder lograr esos cometidos tiene que asegurarse de otros factores que parecerían ajenos a su naturaleza institucional sin más, pero que son indispensables para su sano desarrollo y evolución: la relación política con los otros poderes y con la sociedad misma, su cercanía con la población debe generar, a través de su actuar, una cultura de la legalidad y de la jurisdiccionalidad de los conflictos, que mucho hablará de la confianza que se deposite en su actuar.

Señor Presidente, desde tiempos remotos, los jueces son quienes traen sensatez en sociedades confundidas, son quienes ponen freno a la arrogancia del poder o son quienes detienen y sopesan las necesidades sociales madurando las respuestas y razonando los problemas.

La responsabilidad es de usted, y todos dependemos de ella.

Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de la CDMX
y Doctor en Derecho

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