Si en estos días he deseado algo, es haber estado en la Ciudad de México para celebrar el Día de Muertos. Sólo logré verlo por pantalla, con sus carros, su gente, las tradiciones vivientes. Espectacular el desfile que se ha organizado en la CDMX, que ha permitido mostrar a todos la forma particular del mexicano para representar la muerte, para divertirse con ella, burlarse de ella mientras se vive.

Al ver este espectáculo me ha quedado claro que México, su cultura, su sociedad, su gente abraza muchas tradiciones que expresan una particular forma de ver la vida. Pero el día de muertos, de entre todas las tradiciones, ha adquirido un papel sumamente relevante. Un papel que me parece ha sido atinadamente impulsado por la Ciudad de México.

Esa mezcla entre lo prehispánico y lo ibérico, el arte mexicano de saber mantener una perspectiva antigua, milenaria, en un mundo moderno; basta con ver las representaciones, de ahora, pasar por Paseo de la Reforma, y las de ayer, las de antaño. La simbología es la misma, pero la representación se moderniza. Expresión muy nuestra, fruto de esa perspectiva escindida que ha marcado la cosmovisión de los mexicanos y a la que Octavio Paz tantas páginas dedicó: ni aztecas, ni españoles; ni completamente indígenas, ni completamente europeos.

El día de muertos es una de las celebraciones que más resaltan esto dentro de la cultura mexicana. Una tradición que recoge esa forma precolonial de ver y entender la vida y la muerte, ahora sumergida en otras perspectivas heredadas por la colonia: en este caso particular, la celebración católica del Día de todos los Santos.

Aquí se venera a los muertos, aquellos que ya no están con nosotros, pero que vienen y visitan. Regresan para estar con seres queridos, con familiares, con sus hermanos, con aquellas personas que aún pertenecen al mundo de los vivos y que les esperan con viandas y regalos; ofrendando objetos y alimentos para hacer de su visita algo agradable y duradero. Esta forma de ver la muerte configura el sentido de la vida. Eternizándola en nuestras mentes; aunque se pierda, podré volver, aunque no sea en piel, estaré.

No se trata de historias macabras sobre el más allá, ni de temores, ni de miedos. Todo lo contrario, es una celebración para el recuerdo; el recuerdo de quienes ya no están, pero vienen a nosotros en nuestra memoria. En nuestras mentes que guardan imágenes de aquellos que fueron, cómo fueron y qué hacían.

Por lo especial de esta celebración, con el paso de los años, ésta ha adquirido la atención internacional. Sus ojos se ponen sobre nuestra tradición mexicana y esto sirve como vehículo promotor de nuestra cultura, de forma de ver el mundo y de vivir la vida. La Ciudad de México ha logrado construir ese escaparate, el que no sólo se limita al ámbito nacional e interno, sino abarca el internacional y externo. La Ciudad capital y sus ciudadanos han tendido ese puente del que todos los mexicanos nos deberíamos sentir orgullosos y participar en él año con año. Que las tradiciones, como ésta, así comienzan.

Embajador de México ante los Países
Bajos. Representante permanente
ante la OPAQ

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