Javier Hernández nació con la pelota como mejor amiga, como compañera del alma y de la mano su destino estaba trazado.

El hijo del Chícharo, Chicharito por herencia, desayunaba, comía y cenaba futbol, porque su sangre lo necesitaba, porque su alma se lo hacía sentir. La ilusión de la niñez pasó a convertirse en una amarga realidad en su juventud, cuando su árbol geneálogico, —también es nieto de Tomás Balcázar, delantero del “Campeonísmo” Guadalajara—, le jugó en contra. Sólo por ser quien es, por apellidarse como se apellidaba, apodarse como se apodaba, la gente del futbol lo comenzó a marcar de manera negativa, porque si llegó a donde estaba, decían, era por “amiguismos”, no por capacidad, simplemente acusaciones de nepotismo le jugaban en contra.

Años de sufrimiento, de desesperación, años de desilusión que lo hicieron estar a punto de colgar los “tacos”, de dejar de lado el sueño de toda la vida, por lo que había vivido, pero el apoyo, la confianza de su familia lo hizo revirar a tiempo, comenzar a luchar contra él mismo, a darse otra oportunidad.

Y llegó la recompensa. Primero en Chivas, donde comenzó a demostrar sus cualidades, después en Europa y a la par en la Selección Nacional Mexicana, donde comenzaron a caer los goles por racimos.

El 24 de febrero de 2010, contra Bolivia, anotó el primer tanto vestido de verde y de ahí para adelante. En juegos amistosos, de eliminatoria, en Copas del Mundo, el Chicharito comenzó a sumar... Uno, diez, veinte, treinta, cuarenta, hasta sumar la tarde de ayer contra Croacia, el 47, para volverse el máximo goleador en la historia de la Selección Nacional.

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