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Es el 24 de octubre de 1968, sobre el cuadrilátero de la Arena México está el soviético Ionas Chepulis y un joven boxeador de Azcapotzalco, quien apenas suma 11 combates como amateur, Joaquín Rocha.

Se disputa la semifinal de la categoría peso pesado en los Juegos Olímpicos, el ganador se enfrentará a George Foreman.

“El ruso me lleva como 30 kilos”, recuerda don Joaquín. “Cada puñetazo que recibo me mueve todo, pero no me tumba. Me abre un espacio y le conecto tres golpes secos, él se marea… ya es mío”.

Chepulis encuentra al mexicano; un uppercut da justo en la quijada del púgil de 22 años. El réferi detiene la pelea y el europeo irá contra el estadounidense por el oro. Un derrotado tricolor, con la presea de bronce asegurada, da un zapatazo sobre la lona y le dice algo al oficial, su mirada sigue clavada en el ganador. “Paran muy pronto el combate. Ya era mío…”, lamenta Rocha Herrera, hoy de 72 años de edad.

El soviético va por el título olímpico, mas cae ante “Big George”. “Cosas de la vida”, explica el mexicano. “Si yo llego a la final con la gente, la Arena, la altura, la ciudad y la pelea a mi favor... no pierdo”.

Un pensionado Joaquín Rocha abre las puertas de su casa a EL UNIVERSAL. Afuera de su hogar, se ubica un Fairmont Ford Elite modelo 1984, color negro. Dentro del garaje, ilumina un Ford 200 modelo 1963, azul. La cobertura de los asientos está adornada con un grabado de la medalla de bronce. El recuerdo de una aventura inesperada. Es su nuevo hobby y lo disfruta al máximo.

Entre distintos reconocimientos, diplomas, trofeos y medallas, el ex pugilista recuerda su debut sobre un cuadrilátero. “La primera vez que me puse los guantes, conmocioné a mi rival”, sonríe don Joaquín.

En 1967, a poco más de un año de la apertura de los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México, un muchacho de 1.92 metros y más de 80 kilos, visita las instalaciones del Comité Olímpico. Su intención es entrenar para participar en la justa más importante del deporte.

“Me piden mi currículum y, claramente, no tengo. Pero me ven grande y fuerte, entonces me dejan pasar. Me dan unos guantes, me los pongo; me dicen que me suba al ring y que pelee con alguien de experiencia. Ni modo, me trepo y que lo tiro, también”, ríe.

Sin embargo, el desgaste es mucho. El joven Rocha estudia contaduría en las mañanas, trabaja al
mediodía y entrena por la noche.
Es muy pesado para un muchacho de 21 años. Se acercan a él y le dicen que si gana una pelea más, se le otorgará una beca en el Comité Olímpico Mexicano.

Ahí comienza el sueño.

Para la justa olímpica, Joaquín no compite en la categoría de peso completo, el juvenil entra como pesado. Por esta razón, el preparador físico le dice: “Oye, si sientes muy fuerte esto, tírate. No hay bronca”.

La sangre hierve en las venas de Rocha. “Casi me le voy a los golpes”, reconoce. “Con mi condición de perro, no me para nadie”.

La preparación del boxeador tiene que ser más vigorosa. Seis mil 500 calorías al día come el púgil, las necesarias para enfrentarse a los gigantes en la Arena México.

Ante el holandés Rudolfus Lubbers, el muchacho de Azcapotzalco asegura la medalla de bronce. “Todo a tambor batiente y con mucho valor”, dice don Joaquín, sobre la conquista de su presea.

A casi 50 años de su derrota en las semifinales ante el soviético, Rocha lamenta su derrota “prematura”, pero que es el orgullo más grande que tiene. “Si miran el combate, pueden observar que nunca me caigo”, dice orgulloso.

Queda en incógnita si el mexicano habría podido derrotar a“Big George”, pero don Joaquín no lo ve así. “Estoy más que justificado”.

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