Hospital General de Zona N°32 del Instituto Mexicano del Seguro Social. Unidad de Medicina Interna, anexo “A”, cama 22. He perdido la cuenta de los días y las noches que mi padre estuvo conectado a un respirador artificial, surcado por sondas e incontables catéteres, agónico, llagado, convertido en un despojo de sí mismo, cubierto apenas por una bata color verde; verde siniestro, deplorable, terminal; verde preámbulo de caídas interminables; infortunio verde totalmente pespunteado de suciedad.

Todo a mi alrededor exudaba enfermedad, dolor, desesperanza, fragmentos de existencias que nunca volverán a unirse. Era la interrupción de lo que solemos llamar “normalidad”, la ruptura irreparable del atuendo de la cotidianeidad, el desgarramiento del hábito de la dignidad humana. Era algo que unos llamaban la inexpugnable voluntad de Dios y otros denominan distanasia: eso es lo que hasta el día de hoy me arropa en un sudario de aflicción con fecha de caducidad indeterminada.

Sentado al lado de la cama donde yacía mi padre, observaba la blancura circundante. Cortinas, sabanas, uniformes, pañales desechables, gasas, empaques, medicamentos inútiles, zapatos con suelas de goma, toallas, papel higiénico, esquirlas de un silencio hurtado al amanecer. Todo era blanco, pero de un blancor socavado, reutilizado una y otra vez, imposible ya de esterilizar, ajeno a todo rictus de dolor. Blanco sin luz. Blanco hediondo. Blanco al negro, al gris, al ocre. Blanco amarillento. Blanco roto. Asfixia blanca. Agonía blanca. Contrición blanca.

Era el blanco que jamás hubiera utilizado André Courrèges en sus diseños futuristas, emblemas de la era espacial y testigos de un optimismo ataviado con ropa de vinilo, plexiglás y burbujas fantásticas, ideados para habitar las galaxias más remotas. Era el tono níveo que Pierre Cardin no osó tocar jamás; era el matiz que se encuentra a eones de distancia de la icónica white shirt que pende de un elegante gancho de madera en el armario de algún ejecutivo exitoso, un estudiante ejemplar o un aprendiz de arribista. Era el blanco de un hospital que parpadea incesantemente al ritmo de tubos de luz fluorescente que impedían saber si afuera el sol brillaba, soplaba el viento o las nubes cubrían el cielo. Era el albo resplandor que almidona las batas de los médicos prepotentes, quienes me recordaban continuamente mi condición de exiliado de la república del bienestar. Era, en suma, la antítesis del blanco bautismal, nupcial y espiritual que dibuja los contornos de la dicha.

Mis ajados tenis Converse se tiñeron de ese pigmento blanquecino. ¿Cuántos días permanecí sin quitármelos? No lo sé. Tampoco sé cómo es que, al observarlos con un detenimiento inusual, pretendía hallar entre sus agujetas y lengüetas las respuestas a los cuestionamientos que aún hoy circulan a toda velocidad entre las circunvalaciones de mi cerebro. Nunca encontré nada, pero una mañana gris hallé un charco de lentejuelas pisoteadas. ¿Cómo fue que llegaron hasta ahí? ¿Cómo fue posible que se encontraran justo enfrente de mis desaseados sneakers? Las conté. Eran 18, mi número de la suerte. Parecían haber sido doradas, pero en aquel instante presentaban un aspecto dolorido y suplicante. No puede contener el llanto. A la primera lágrima le siguieron muchas otras. Al principio ardientes, pesadas, plomizas; después, suaves, cristalinas, resignadas.

Había visto y usado cualquier tipo de lentejuelas, todas incólumes ante su estigmatizado destino como aliadas de la frivolidad, pero jamás había tenido ante mis pies un puñado de paillettes fenecidas. Horas después, la agonía y el sufrimiento de mi padre llegaron a su fin, y supe de inmediato que la moda y su fastuosa corte de milagros no podrían convidarme o despojarme de más nada. Perteneceré, al menos temporalmente, al ostracismo del glamour. “En el fondo de un pozo, refugio de lo negro y de lo inmundo, un estéril sollozo pasea vagabundo, y adentro de ese sollozo está mi mundo”. Estas palabras de Guadalupe Amor cincelan mis desencajadas facciones, alzándose en el horizonte como el único asidero posible. Descansa en paz, padre.

balenciaga72@yahoo.com.mx

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses