Cuando el teléfono suena en la madrugada, algo es seguro: no recibiremos buenas noticias. Hace unos días, alrededor de las 3:00AM, la “hora de las brujas”, me despertó el incesante aullido telefónico. Supe de inmediato que algo malo pasaba. Los timbrazos me parecían demasiado insistentes y, en medio del silencio oscuro de mi habitación, el timbre del aparato resultaba insoportable. En cuanto tomé la llamada, una voz que me pareció familiar pero que no pude identificar, me dijo: “Bernie, perdón que te llame a esta hora, pero tengo que decirte que… Jean está muerto”. No alcancé a registrar todo lo que mi amigo dijo después. De hecho, me parece recordar que no alcancé a mencionar nada; sólo sé que me senté al borde de la cama y no supe qué sentir.


MUDAR DE PIEL, DE ROPA, DE NOMBRE


Jean no se llamaba Jean; en realidad tuvo tantos seudónimos como amantes y looks. Cuando lo conocí, a finales de los años 90, se hacía llamar Fausto, después fue Baptiste, luego Tyan, más tarde Ohio y siguieron muchos neologismos propios que nadie podía pronunciar correctamente o recordar más allá de una noche. Incluso una vez me pidió prestado mi nombre. “Tiene muchas erres”, me dijo, “lo cual me agrada, porque es una de mis letras favoritas, y la verdad, tú no tienes cara de Bernardo. Entonces, ¿me lo prestas?”. Lo hice con gusto, pues sabía que me lo devolvería –abollado y con manchas de dudosa procedencia– pero finalmente me lo regresaría, cosa que nunca hubiera pasado, por ejemplo, si hubiera accedido a entregarle mi saco vintage de Kenzo, mis camisas setenteras o mis anillos, que se habían convertido en su obsesión. Mudaba de nombre e imagen con la rapidez de un psicópata y la gracia de una duquesa comiendo langosta. Así era José Pérez –huérfano, criado en la estrechez económica y la holgura amorosa por una abuela que con el tiempo adquirió dimensiones míticas en sus recuerdos–, quien se sintió cómodo casi con cualquier nombre, excepto con el que constaba en su acta de nacimiento. La última vez que lo vi fue un afterparty de Zona MACO. Me pareció que lucía apagado, como si su usual fulgor se estuviera extinguiendo, y ni siquiera su atrevido atuendo multicolor pudiera brindarle un poco de luminosidad. Nos abrazamos, como lo hacíamos siempre que nos encontrábamos, pero aquel fue el abrazo más triste que jamás he recibido. “Se me cansó el cuerpo”, me comentó al despedirse, mientras lo vi subirse al auto de un desconocido. Sí, estaba cansado, como  cualquiera que ha vivido tres lustros con VIH.


UN FUNERAL TIPO COCKTAIL


Cuando se ponía melancólico, Jean insistía que deseaba un funeral tipo cocktail, que todos debíamos vestir de riguroso negro, llevar perlas y beber martinis la noche entera. Yo sabía que hablaba en serio, que no era una más de sus macabras bromas o un arrebato de excentricidad. Todos teníamos la certeza de que realmente anhelaba eso, así que después de su entierro, teniendo como telón de fondo un Distrito Federal empapado de lluvia ácida, intentamos cumplir su empeño. Me gusta pensar que Jean hubiera sonreído al corroborar que nadie desacató el dress code por él impuesto, aunque estoy seguro que hubiera hecho un berrinche marca diablo al comprobar que en vez de martinis tuvimos que conformarnos con beber tequila barato. Todos los asistentes pasamos de luto a la euforia y de ésta a las lágrimas. El balcón de un sexto piso, todo vértigo y vacío, fue el último escenario que vio nuestro cómplice, quien puso punto final a su vida del mismo modo que la decoró, la rebautizó y la volvió material de inspiración para quienes lo conocimos: con huevos. Al partir, se fue un referente del glamour nocturno, radical e insumiso de esta urbe; se fue una criatura que supo construirse a sí misma apropiándose de las orillas más convulsas de la moda. En su epitafio pueden leerse las siguientes palabras, declamadas por Guadalupe Amor: “Que todo morirá cuando yo muera, imposible pensar de otra manera”. Adiós, querido amigo, esta fiesta no será la misma sin ti.

balenciaga72@yahoo.com.mx

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