Estar en el Centro de las Artes San Agustín, en Etla, es siempre muy agradable. No sólo por la espléndida fábrica textil que Toledo convirtió en escuela de arte y lugar de interacción con los artesanos y comunidad de la región ni por la experiencia de los talleres intensivos en la que sorprende la dedicación de sus participantes (si vienen de la ciudad de Oaxaca, les toma una hora llegar) ni por el paisaje de montaña que mira al valle, sino también por la conversación que ocurre alrededor de los puntos de encuentro con artistas, maestros o estudiantes de diversas áreas. Sucede en los desayunos, en la comida y a veces en la cena, si es que uno no se escapó a disfrutar la noche de una ciudad tan memorable. Pero puede también sucede veredeando (creo que no existe la palabra), como alguna mañana en que unos cuantos echamos a caminar temprano, para ganarle al sol, por un costado de la montaña que serpentea junto al río que allá abajo suena. Toca respirar ese aire fresco de mañanita que es verso de canción o de poema, como una discreta destilación de flores y hierbas, y admirar lo asalmonado del cielo que va a ceder palmo a palmo su paleta apastelada al blanco de la luz. Qué mejor si esa caminata se comparte con pintores que han venido a tomar el curso de Germán Venegas, que va al frente del paseo. Porque en un punto el paisaje se revela como objeto plástico, yo intento buscar las palabras para describir la montaña al otro lado del río, que antes de recibir la luz es casi un tapiz de verdes sombreados, ellos en cambio la piensan cuerpo. Cada quien mira con lo que puede y, de pronto, Patricio O’Hea y Juan Bautista Climent (quien parece desprendido de un cuadro del Greco) se detienen en el paso de la luz que ha empezado a colorear la montaña y comentan algo de lo aprendido en el taller de Germán, y que no puedo repetir con precisión: ser pinceles y recorrer el paisaje mientras se dibuja, percibirlo así.

El aprendizaje me parece uno de los actos más nobles de nuestra especie. Va aparejado con el asombro. Los escucho y envidio su trabajo que es un pacto entre la vista y la mano, donde media algún instrumento y una textura colorida. Los chillidos de unos cotorros, eso creemos, atraviesan la barranca y nos conminan a descubrirlos entre las frondas opuestas que ocultan la vida animal. La vereda es estrecha y hay que estar atentos a las piedras, unas matas con espinas que se enredan en los tobillos, y humedades, pero de pronto nos detenemos y contemplamos. El sol ilumina con discreción el valle a lo lejos y el flanco de montañas que lo demarca. Los quiotes de los magueyes nos salen al paso en la vereda, con sus flores ya secas y ese estípite insolente. Germán rebela que sirve para pintar. Los chicos y yo nos maravillamos. Quieren un trozo, yo pienso en la exploración de los dibujantes, en la manera en que descubren materiales y sus posibilidades. Los imagino ensayar en silencio, los veo dominar técnicas, someterlas, descubrir otras nuevas. Patricio me cuenta que pronto expondrá en El quinto patio, el quinto nivel de un estacionamiento en el centro, un espacio que manejan en colectivo. Que allí suceden cosas muy interesantes con jóvenes que producen e interactúan: música, diseño de luces, pintura. Me fascina tener la posibilidad de enterarme de esos mundos y ya quiero ir a ver lo que hacen. Aquí han venido a dibujar, a ejercitar maneras. El dibujo, me cuenta Venegas, se ha perdido. Y yo los escucho hablar con placer de los ejercicios, y la modelo, y los lápices y gises; pienso en que la relación maestro aprendiz es tan antigua y rica, y mientras los oigo me hacen espiar los talleres de Miguel Ángel o Rafael. Nunca podrá el arte y sus técnicas, la sensibilidad para mirar, el bagaje de sabiduría acumulada y el afecto, comunicarse de manera virtual. ¿O acaso me equivoco y se podrá reproducir la experiencia de la luz que emerge, el olor de la mañana, y el placer de la conversación espontánea?

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