Todos hablan de cambio en épocas electorales. Hoy inician formalmente las campañas y la propuesta es cambiar. ¿Qué? Lo que sea. El fin es que haya una renovación del poder y de la sociedad. Sólo hay un pequeño obstáculo: el ser y la forma de ser, cuando involucra a un grupo humano, no se modifica en un día, ni siquiera en un año. Entonces, ¿qué se quiere alcanzar con el cambio? Nadie lo puede definir a ciencia cierta, sólo hay un vago sentimiento de que se desea ser distinto.

¿Qué somos? La 13ª economía del mundo, el país con más oportunidades de crecimiento por su pertenencia a la región de Norteamérica y su posición geoestratégica con respecto a Asia, Europa y América Latina. Un país rico en cultura y con un bono demográfico significativo. También somos una sociedad desigual, asustada por el aumento de la delincuencia e indignada por los altos niveles de corrupción.

¿Qué queremos ser? Una sociedad más igualitaria, libre de la amenaza de los grupos delincuenciales y más respetuosa del Estado de derecho. Por supuesto, ser una nación más rica, capaz de aprovechar al máximo el potencial de nuestra juventud y con una mayor identidad que nos de reconocimiento en el concierto internacional.

¿Qué no queremos ser? La sociedad bravucona, belicista, racista, excluyente y materialista que representa los Estados Unidos. Ni una sociedad más pobre en un igualitarismo equivocado, ni triste y sin esperanza por un retroceso al autoritarismo. No deseamos volver a la cultura unidimensional del nacionalismo revolucionario, ni desaprovechar la fuerza de nuestros jóvenes en luchas ideológicas estériles y destructoras.

¿Cómo lograr lo que queremos? Primero, perderle miedo al cambio. No al prometido, sino al que hemos emprendido en los últimos treinta años y que todavía está inconcluso. Juárez, 30 años después de la independencia, persistía en su lucha por desarraigar las instituciones de la colonia -la iglesia y el ejército realista- que obstaculizaban el progreso y la tranquilidad nacionales. En los finales de la segunda década del siglo XXI todavía no hemos logrado desterrar el corporativismo y el clientelismo político, que exigen que se conserven sus prebendas y privilegios restituyendo los valores del régimen autoritario del siglo pasado y están aterrados por lo que hemos avanzado.

Hoy somos una sociedad abierta al mundo, que pretende competir en cualquier campo, exportadora de alimentos, con una economía no petrolizada y con talento acumulado. Esto asusta a quienes prefieren que cerremos las fronteras, nos refugiemos en la comodidad y medianía del pensamiento burocrático y nos sometamos a la voluntad de un líder para evitar la incertidumbre propia de la corresponsabilidad del debate democrático.

¿Quién le teme al cambio? Aquel que prefiere que las cosas sigan igual, es decir, que se conserve el asistencialismo estatal, la tolerancia a la economía informal y la laxitud fiscal y policial; que se retome la política de rescatar con el dinero de los contribuyentes a empresas que no sean competitivas en el mercado, que se regresa a la auto-complacencia en materia educativa, que se evite molestar a los barones de la droga y el crimen organizado, que se regrese a zonas fiscales protegidas, que no haya infraestructura que afecte la propiedad colectiva improductiva (nuevo aeropuerto vs ejidos) y que no se abandonen modelo obsoletos en educación superior, sindicalismo, atención a la salud, movilidad, combate al medio ambiente, entre otras materias.

Volver al pasado, no es cambiar, es detener el cambio. Es la oposición solo por miedo a descubrir que no son capaces de reinventarse en un mundo distinto. Esto se vive en la academia, donde se sigue enseñando mayoritariamente con textos de más de treinta años; en las finanzas personales, en las que todavía hay la creencia que un sistema de reparto de pensiones, sin reservas sólidas por falta de una cotización adecuada, es la solución a la insuficiencia calculada de las cuentas individuales en las afores; en los servicios públicos, cuando todavía se piensa que lo ideal es que sean gratis o subsidiados parcialmente y que el usuario no debe ser corresponsable de su costo, entre otros aspectos de la vida social.

La añoranza del viejo México revolucionario autoritario es muy semejante a los porfiristas del mediados del siglo XX que todavía deseaban el regreso del dictador. “Hay que tiempos señor Don Simón” en los que el orden era sinónimo de progreso de unos cuantos. El agotado sistema de partido único y líder carismático a la fuerza ya es una realidad del pasado, es producto al miedo a tomar decisiones democráticas y el miedo a ser corresponsables del destino del país.

Echar para atrás las reformas de las últimas décadas es el temor a enfrentar las inconveniencias de romper las barreras del mercado norteamericano, de confrontar a un vecino xenofóbico y de integrarse al mundo con dignidad. Miedo a la responsabilidad de convertirse en una potencia y a las represalias de romper los esquemas ancestrales de la desigualdad combatiendo de directamente al corporativismo, el clientelismo, la evasión fiscal y el crimen organizado.

Profesor de El Colegio de México
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