La semana pasada, un cintillo de The Washington Post proclamaba que “Los nuevos aranceles estadounidenses y chinos acrecientan el temor de una guerra económica”, mientras que el mismo día The New York Times afirmaba en su editorial que Estados Unidos y China ya están “al borde” de una “nueva Guerra Fría”. Esta cobertura ha sido alimentada por la decisión de la Administración Trump de aplicar $200 mil millones de dólares en aranceles adicionales a las importaciones chinas, seguido de inmediato por el previsible y lógico anuncio chino de represalias. Sería fácil reducir esta nueva ronda de aranceles a otra medida provocadora tomada por un Presidente estadounidense jugando para la tribuna de su voto duro y como un intento por distraer la atención del cúmulo de escándalos y controversias internas que enfrenta. Pero eso sería un error.

Lejos de ser una decisión política apresurada e imprudente de Donald Trump, esta última ronda de aranceles representa algo más peligroso y duradero: un realineamiento de las relaciones económicas y políticas entre EU y China, y el inicio de algo que podría asemejarse más a una eventual guerra fría que a una guerra comercial. Es un reajuste respaldado por sectores tanto en la derecha como izquierda del espectro político estadounidense. Eso es lo que lo hace tan peligroso. Trump bien puede estar obsesionado con el déficit comercial entre ambos países, pero también es capaz de llegar a un acuerdo con tal de obtener beneficios personales, y es difícil imaginar que los chinos no puedan darle algo que pudiese hacerlo virar hacia una posición más moderada. No así los halcones económicos dentro de la Administración, como su asesor Peter Navarro y Robert Lighthizer, el Representante Comercial de Estados Unidos, que están jugando damas chinas mientras su jefe juega matatenas. Creen que está en el interés nacional a largo plazo que EU se desacople económicamente de China. Y más allá de la Casa Blanca, hay muchos en el gobierno así como algunos en el sector sindical y en la izquierda progresista que coinciden. Tienen diferentes agendas, pero los une la noción de que EU y China están engarzados en una rivalidad estratégica a largo plazo y que, como resultado, la política comercial y la de seguridad nacional estadounidenses ya no deberían manejarse en compartimientos estanco separados con Beijing. Hasta el momento han sido bastante astutos en la aplicación de aranceles que minimizarán el impacto en los precios al consumidor en EU, al tiempo que penalizarán a las empresas que han trasladado sus cadenas de suministro más sensibles a China. Y en el entorno económico y político actual, han tomado el control de la narrativa, citando temas tan disímbolos como el hurto de propiedad intelectual, las violaciones de derechos humanos o la agresividad en el mar de la China Meridional como prueba. Haciendo eco de Tucídides, muchos de ellos se refieren a China como una potencia “revisionista”, retando a la potencia hegemónica, promotora de un sistema internacional alternativo.

Ciertamente la realidad sobre qué camino tomará la relación sino-estadounidense en la próxima década es mucho más compleja que el estrecho corsé conceptual de un nuevo enfrentamiento entre dos rivales hegemónicos. EU y China están trazando un área gris de interacción, nueva e inexplorada: no es la bipolaridad antagónica que caracterizó a la relación soviético-estadounidense, ni es el alto grado de interdependencia palpable entre EU y China a principios del siglo XXI. Pero a medida que la competencia entre ambos se expande en múltiples dimensiones, hay incluso preocupaciones de que las tensiones comerciales podrían, a largo plazo, hacer que la perspectiva de un enfrentamiento militar entre ambas naciones sea menos improbable. Lo cual lleva a una pregunta perentoria: ¿cómo termina este conflicto arancelario?

Lo deseable sería que tanto EU como China protejan la tecnología de alto valor crítica para sus intereses nacionales, desarrollen redundancias en la cadena de suministro y se aten y blinden uno al otro, en una especie de nuevo paradigma suma cero de destrucción comercial y económica mutua asegurada, logrando una diversificación más sana de conexiones económicas que forjarán el camino hacia un orden económico codependiente, nuevo y más estable. De hecho, el ascenso de China en la cadena de valor de manufactura, una tendencia que comenzó mucho antes de que Trump asumiera el poder, podría ayudar a la estabilidad estratégica fomentando una diversificación gradual de las relaciones económicas entre ambas naciones. Pero también hay que contemplar que en el contexto del amplio apoyo en EU a una línea económica más dura con Beijing, un complicado panorama político al interior de China y la ausencia de liderazgo geopolítico estadounidense ocasionado por la atroz política exterior de Trump, generen por extensión un telón de fondo potencialmente peligroso para la relación entre ambas naciones en el actual sistema internacional. Y hay que tenerlo claro: en este pulso, en el mediano plazo, los zapatos de EU no los llenará necesariamente China; los llenaría probablemente la volatilidad y el caos.

Consultor internacional

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