La famosa frase de Carlos Marx y Federico Engels con la que inicia el Manifiesto del Partido Comunista, “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, ha envejecido y ha muerto. En su lugar, los fanatismos religiosos, peligrosos y sin fronteras, han, junto con los populismos, muchas veces dotados de matices divinos, desplazado al “fantasma del comunismo”. Lastimar, encarcelar, humillar o matar a herejes o a quienes no comulguen con ideas políticas forman parte de su ideario.

El fanatismo es una enfermedad incurable, imparable y contagiosa cuando los nuevos acólitos carecen de elementos para discutir. El populismo es una enfermedad cuyos seguidores no cuestionan, no renuncian ni denuncian, y que florece cuando las promesas políticas ofrecen cambios necesarios. Mientras los fanáticos apoyan sus peroratas en la descomposición moral del mundo y con ello culpan a las personas por abandonar el camino trazado por Dios, los segundos se reproducen por los errores políticos de quienes mucho robaron y mal llevaron las riendas del país, tanto en naciones ricas como pobres.

Quienes explotan a la población desde la religión, infundiendo miedos y culpas, conocen bien su negocio: escuchar y ejercer los mandatos divinos abre las puertas de la eternidad; alejarse de los mantras celestiales, deviene infierno. Quienes lo hacen desde la política, asegurando que la única solución son ellos, aprovechan los rencores de sus blancos, i.e., de sus posibles seguidores.

En ambos universos sobran mesías, y si éstos se sienten iluminados el resultado es atroz. Los políticos populistas y religiosos son peligrosos. Uno peor que el otro, ambos nauseabundos. Uno y otro explotan un arma inmensa, el miedo. Infundir temores para granjear adeptos es una vieja pócima, tan vieja como el inicio de la humanidad. Cuando se carece de instrumentos intelectuales para contrarrestar el miedo la batalla está perdida. Los religiosos prometen un bello “más allá”; los populistas, de derechas o de izquierdas, prometen un bello “más acá”. Ambos mienten, ambos contagian sus mentiras por medio del miedo.

Las diversas deidades distribuidas por doquier son utilizadas por algunos políticos para sumar adeptos y por religiosos para mantener sus cotas de poder. La simbiosis, cada vez más frecuente, entre políticos y religiosos, apoyándose en preceptos divinos y en ofertas sociales y económicas, con frecuencia imposibles de cumplir, es parte de la nueva realidad política. Cada vez más presidentes, en Europa y en América, en naciones ricas y pobres, invocan en sus discursos a Dios: recargarse en él ayuda, convence, genera seguidores. Sus ideas guían, su imagen protege, su bondad construye.

Ante el fracaso de la política tradicional el número de gobernantes que mezclan política y religión va en aumento. Esas conductas son dañinas y peligrosas. Invocar a alguna deidad reditúa y excluye: no hay lugar para ateos, ni personas dedicadas a otros cultos. Ofrecer soluciones económicas rápidas por medio de nuevos instrumentos políticos, sepultando, con razón, a políticos ladrones, genera esperanzas y siembra rencor. El problema, cuando lo ofertado no se materializa, es doble. Primero: si no se cumplen las expectativas, surge el desasosiego, el encono y la falta de credibilidad. Segundo: confrontar a “ricos” contra “pobres” es ave de mal agüero.

Sería mejor que tanto políticos-religiosos, como religiosos-políticos (con frecuencia sonlos mismos) se apoyasen en principios éticos universales y no en dicta ultras, los cuales siempre excluyen, ya sea a ateos o a quienes practican otras religiones o comulgan con ideas políticas distintas.

La ética laica, como precepto y guía, debería, avanzado el siglo XXI, ser abrevadero de políticos y “un poco” de religiosos. Los ministros de Dios deben entender los tiempos diferentes y con ellos los seres humanos. Imposible continuar con los esquemas fundacionales de las religiones. Todo ha cambiado, el ser humano también. Sus discursos deben adecuarse a los tiempos, a la homosexualidad, a la pobreza, a la ciencia, al aborto por incontables razones: no más Galileos ni Giordanos Bruno.

La ética no excluye, las religiones sí. La ética no es maniquea, las religiones y los populismos sí lo son. La ética invita: dudar y cuestionar es pócima deseable. Las religiones y los políticos que suman fanatismos religiosos e idearios populistas no permiten el disenso.

En un mundo cada vez más polarizado por motivos económicos, por el ascenso de fanatismos y populismos, los políticos-religiosos deberían replantear sus derroteros. Demasiados fracasos nos rodean. Demasiadas lacras atentan contra la humanidad y contra la Tierra.

Médico

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