Dudar es obligatorio. Dudar en este mundo, enfermo, dispar, cruel, vertical —pocos ordenan, los más obedecen—, es necesario. Estimular y contagiar la obligatoriedad de la duda debe ser oficio de quienes usufructuamos el derecho a la Voz. El Poder omnímodo siempre debe ser cuestionado: mirar el mundo es suficiente. Dudar cuando se es enfermo es menester.

La salud, ofrecida “desde arriba”, no siempre es salud; la salud de ayer no es la de hoy; la salud de unos no es la de otros; las enfermedades de hoy no son las de ayer; el paso de los años, y los cambios impuestos en la geografía personal, es decir, en los huesos, en la marcha, en la zancada antes larga y fuerte, con la edad pequeña y débil, en la presencia de arrugas, en la forma de dormir, en la pérdida de cabello y un interminable etcétera, cuya realidad, no siempre negativa, modifica la capacidad de trabajar y disminuye la vitalidad; el peso de la realidad de los “años vividos” lo determina la persona de acuerdo con sus vivencias, en consonancia con su cuerpo y alma, y no las ofertas de los hacedores de los nuevos conceptos de salud.

El ser humano y el medio ambiente han cambiado y, con ellos, la idea de salud y los significados de enfermedad. Dos caras. Vacunas, agua potable, mejor alimentación y “conciencia ambiental” han mejorado las expectativas y la calidad de vida para quienes tienen solvencia económica o habitan en países cuyos líderes roban poco. Segunda. La obsesión por la salud en los países ricos ha generado una serie de avatares impredecibles. Comparto dos ecuaciones. Entre mayor sea la oferta médica, más enfermos; entre mayor número de enfermos, mayores ganancias económicas. Para responder a las ecuaciones previas es necesario reflexionar en tres ideas: a) la vida no es infinita; b) la medicina tiene límites; c) los hacedores del negocio de la salud no son dueños de las personas.

En 1999, Iván Illich escribió, “En los países desarrollados, la obsesión por la salud perfecta se ha convertido en un factor patógeno predominante”. Años antes, en El nacimiento de la clínica (1963), Michel Foucault advirtió que la medicina moderna inició (y cambió) cuando los médicos, en su encuentro con los enfermos, modificaron la pregunta, “¿qué le sucede?”, por una más simple, “¿dónde le duele?”. La suma de ambas afirmaciones diseca la insalubridad de la medicina contemporánea: los galenos han abandonado al ser humano y obviado sus circunstancias para centrarse exclusivamente en una parte del cuerpo, sea la pierna, los ojos o el estado anímico.

Las grandes empresas económicas de nuestro tiempo, las que venden la obsesión por la salud perfecta han triunfado y, de paso, han colapsado la relación médico paciente al imponer sus reglas y atrapar a la sociedad en pos de un ideal imposible: gozar siempre de salud, no envejecer, no enfermar, no sufrir, e incluso, no lo han dicho, lo dirán, no fenecer. Hoy, a pesar de los dichos y éxitos de la imparable charlatanería, es imposible curar la vejez y evitar las mermas físicas del paso de los años.

Sabio y ético sería armar a las personas para lidiar con el dolor y entender que tanto el sufrimiento físico como el anímico son situaciones normales de la vida, los cuales, cuando su peso sea insostenible —dolores intratables, sufrimiento invivible—, deben permitir, a partir de la sabiduría del dolor y de la vejez, dialogar con la muerte en vez de sepultarla.

Los “muertos vivientes, de quienes hablaba Illich, no son un triunfo de la ciencia, son, más bien, un éxito de quienes venden longevidad a costa de dinero mal habido, i.e., algunos médicos, algunos hospitales. En la era de la posverdad —léase Trump, PRI, Putin— lo falaz y barato se propaga y contagia con celeridad: hay una relación inversa entre información y conocimiento, y desinformación y desconocimiento; triunfan los segundos.

Desde la poesía, José Emilio Pacheco lo explica: “esta terca realidad que insiste en ser como es y no como yo quiero que sea”. La enfermedad no es terca, es real. Cuando se padece y es posible remediar, adelante. Cuando se enferma y no hay cómo detener su progresión, dudar de las ofertas carentes de ética es obligatorio.

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