En 1963 se publicó en español la primera edición de Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. El libro, espléndido, duro, veraz, retrata los avatares del entonces llamado “tercer mundo” frente al dominio de Europa. Fanon, revolucionario, psiquiatra, originario de Martinica, Francia, apoyó la lucha por la independencia argelina, una de las colonias francesas. El prólogo, escrito en 1961 por Jean-Paul Sartre, retrata lo que sucedía en ésa y en esta época —lo he citado en más de una ocasión—. Han transcurrido casi sesenta años desde entonces. Salvo el enorme incremento de la población mundial y las desigualdades, poco ha cambiado. Entre más habitantes, más irresolubles las diferencias. Entre más poder acumulado, mayor miseria.

Escribe Sartre: “No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado”. En 2018, la población mundial suma 7,500 millones. Entre las advertencias de Sartre y Fanon, la población ha aumentado 5,500 millones. La ausencia de Voz —Verbo para Sartre— sigue siendo una constante insana pero más ominosa: no es lo mismo mantener callados, en el redil, a dos millones de personas que a 7,500.

En 2018 no se habla —casi— de colonización. Los motes han cambiado. Los agravios han aumentado. Los calificativos despectivos hacia los africanos de la Europa colonizadora han encontrado nuevos adjetivos: refugiados, apátridas, desplazados, indocumentados, sin techo. Lo que no se ha modificado es la ausencia de esperanza. La humillación, la falta de paz, el desasosiego, la nula confianza en políticos corruptos y ladrones ha generado, en la actualidad, asfixias diferentes a las vividas en los países colonizados por la civilización europea.

Los Verbos sartreanos aplicados a Argelia y a las otras argelias, explotación, sumisión, esclavismo, han encontrado en el léxico moderno palabras ad hoc: los miembros de la caravana centroamericana estacionada en Tijuana lo saben, lo viven, al igual que los africanos y asiáticos que dejan sus vidas en el mar antes de morir en casa.

Terribles y cruentas paradojas: morir en el mar en vez de fenecer en casa, morir en la frontera entre México y Estados Unidos en lugar de ser víctima de las Mara Salvatruchas, de las políticas de los gobiernos centroamericanos y mexicano y del poderoso imperio de los narcotraficantes y sus políticos asociados.

La humillación y la falta de esperanza tienen límites. Cuando se sobrepasan, inimaginables para quienes no los padecemos, lo que sigue es apostar, apostar todo. Africanos y asiáticos lo hacen en barcazas vetustas. Centroamericanos y mexicanos lo hacen a pie. Aunque mueren más en el mar, la hermandad, sotto voce, entre unos y otros es evidente: arriesgar todo y dejar todo en busca de seguridad. Arriesgar la vida y dejar el terruño. Entregarse a la esperanza contada por familiares que lograron saltar muros o sobrevivir al mar en vez de pervivir sin salida. Huir de ejércitos de la misma tierra africana en el caso de los migrantes hacia Europa o de las pandillas y la miseria de nuestra tierra latinoamericana.

No hay peor crudeza y dolor, salvo la de los familiares desaparecidos, que cerrar la casa y decir adiós sin saber si hay regreso ni certeza en el “destino esperanzador”. Apostarle a la vida en vez de a la muerte o a algunas de sus formas —violación, prostitución, esclavismo— es la consigna.

Frente a mí —escribo el 15 de diciembre— los rotativos, como ahora suele ser, riegan dolor: “La muerte de una niña en EU aviva la polémica migratoria”. Explican los periódicos: “La menor, de siete años, sufrió un infarto cuando estaba detenida por la policía fronteriza”. Leo: la niña guatemalteca, según los guardias estadounidenses, no había comido ni bebido agua durante varios días. La menor murió a pesar de haber sido trasladada en helicóptero a un centro médico. Y luego… (¡qué horror!), “La policía de fronteras ha abierto una investigación”. ¿Qué investigarán?: ¿a las autoridades guatemaltecas?, ¿a las autoridades mexicanas?, ¿al pobre padre por no alimentarla?, ¿a Trump y secuaces?: ¿qué investigarán?

Sartre y Fanon investigaron hace casi seis décadas. Diagnosticaron: usar el Verbo permite insertarse el mundo. No contar con Voz y buscar cómo sobrevivir, característica de nuestros tiempos, aniquila. La pequeña murió en la valla. La pequeña retrata —reescribo el título de uno de los libros de Zweig— el mundo de hoy.

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