Una montaña rusa de emociones se han vivido este viernes en Cataluña. Para una parte de los catalanes —de nacimiento o por adopción, residentes o alejados— el 27 de octubre será un día de fiesta. Para otros tantos, así como para un conjunto importante de ciudadanos españoles, un día de incertidumbre y tal vez de indignación. Para los creyentes del diálogo y la democracia como forma de construir una sociedad más justa y equitativa, sin duda un día de una complejidad que se mantendrá por mucho tiempo.

La legalidad del Estado de derecho con la que se escuda el gobierno central de Mariano Rajoy para aplicar el artículo 155 (disolviendo todas las instituciones catalanas y convocando elecciones autonómicas el 21 de diciembre) se enfrenta a la legitimidad política esgrimida en la Declaración de Independencia por parte del Parlamento catalán, que ha terminado por fracturar la narrativa democrática de “querer votar en un referéndum legal” que había cohesionado al movimiento catalanista.

Tres temas de análisis surgen en estas primeras horas: el primero, el fortalecimiento del gobierno del Partido Popular (PP), que representa a la élite política tradicional que no está dispuesta a permitir cambios en el status quo, lo que puede servir de paraguas institucional para el crecimiento de manifestaciones fascistas y violentas bajo el argumento de restaurar la ley.

El segundo de los temas pasa por el reconocimiento internacional. Resulta interesante ver cómo en el documento votado por los partidos catalanes afines a la independencia, está muy presente la vocación europeísta y cosmopolita de la naciente República catalana confirmando sus intenciones de “seguir aplicando las normas del ordenamiento jurídico de la UE”, así como de “respetar las obligaciones internacionales que se aplican actualmente en su territorio”. Sin embargo, para la Unión Europea actual (basada en el papel de los Estado-nación) reconocer un Estado independiente y soberano surgido de uno de sus miembros está fuera de toda posibilidad. Para la propia Cataluña, que se asume como parte de la región euromediterránea, el reconocimiento internacional se torna fundamental para ser viable a largo plazo. Desde una perspectiva internacional aquí podría encontrarse una contradicción: querer integrarse como Estado soberano a una comunidad internacional cada vez más interdependiente e interconectada en un mundo globalizado, donde no será suficiente ser parte de un área de libre comercio como lo es EFTA (integrada por Noruega, Islandia, Liechtenstein y Suiza) y de la cual se argumentó en algún momento que a Cataluña podría convenirle más ser miembro.

El tercer punto de análisis resulta de constatar que la independencia catalana tiene uno de sus fundamentos en la idea de reconocerse como nación histórica, la cual en los últimos 10 años ha ido sintiendo que no se encuentra justamente representada por las instituciones y gobiernos del Estado español (para ejemplo la idea de República frente a la de reino). Un conflicto que ilustra el problema democrático, más allá de 36% del censo catalán que votó por la independencia o de 22% del censo español con el que el PP gobierna desde Madrid, a saber: el déficit de la representación estatal y supranacional en donde los nacionalismos se han transformado en ideologías que han hecho de las banderas el argumento frente a todo. Este no es un problema sólo de Cataluña, del Estado español o incluso de la Unión Europea. Es problema de un sistema democrático que lleva tiempo fallando en la búsqueda de soluciones justas, equitativas e igualitarias. Y que en el caso de la República catalana —por más deseada que sea, pero con una política institucional sin efectos jurídicos— versus el Estado español —con la intervención de la autonomía regional por parte del partido político más corrupto— sólo llevará a un juego de suma cero mientras las partes prefieran un escenario social aún más complicado y el diálogo no sea el instrumento principal.

Internacionalista y experto
en integración europea
agarciag@comunidad.unam.mx

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