Chicago, Il.— La mitología es una herramienta útil en el diseño de grandes ideas como la construcción de una nación. Algunos de los principios en que descansa el proyecto de país de Estados Unidos es ser “un país de leyes”, o el concepto de “la casa en lo alto de la montaña”. Ambas afirmaciones son mitología pura cuando se viene a la cultura de acoso sexual que plaga los lugares de trabajo.

Todo comenzó con las denuncias sobre acoso sexual de parte del reconocido productor de Hollywood, Harvey Weinstein. El hecho motivó a que otras víctimas compartieran sus historias bajo el hashtag #MeToo (YoTambién). De pronto los testimonios sobre un Weinstein degenerado acompañaron la miseria del escándalo en la cadena conservadora de televisión Fox News, donde se asegura existe un ambiente tóxico de impunidad ante los casos de hostigamiento sexual.

Weinstein fue despedido de su propia compañía, Bill O’Reilly dejó la conducción del programa más visto por cable en Fox, entre otras cabezas rodantes. Hasta ese momento los victimarios eran enfermos mentales o hipócritas conservadores. Entonces el maremoto de acusaciones golpeó diferentes terrenos.

Prominentes figuras de medios de comunicación liberales en The New York Times, NBC, Vice Media, entre otros, fueron señalados por el mismo hostigamiento. Insinuaciones veladas, comportamientos inapropiados, condicionamientos de avance profesional previa visita a la alcoba, etcétera, son prácticas comunes en todo tipo de empleos.

A pesar de que los lugares de trabajo cuentan con políticas que previenen el hostigamiento sexual, ofrecen entrenamientos y obligan a los empleados a responder un cuestionario que pruebe que entienden el asunto, es claro que la práctica depredadora sigue en boga.

El acoso sexual no es un asunto de derecha o de izquierda, del sector privado o el gobierno. Es la imagen horrible de un rostro desfigurado que nadie quiere ver.

La presión que ejercen individuos con poder sobre personas menos afortunadas con fines sexuales fueron un problema en la presidencia del demócrata Bill Clinton y lo son ahora para el republicano Donald Trump.

Incluso, a nivel personal, hace algunos años odiaba trabajar los fines de semana en un medio de comunicación por las conversaciones explicitas de un grupo de compañeros en la redacción. Si alguien expresaba incomodidad por el tono de las bromas o platicas de lo que llamaban “sábados de sexo” entonces el quejoso era torpe y un persignado (a) que no aguanta nada.

A pesar de las legislaciones y las normas internas que gobiernan los distintos sitios de trabajo, es claro que hay un divorcio entre las intenciones para contener el acoso sexual y la falta de resultados. Lo cual se traduce en ambientes laborales donde las víctimas viven en constante estrés y miedo.

Si bien no existe la perfección o la pureza total, las contradicciones que afloran en la sociedad estadounidense entre la idea que tiene de sí misma y la realidad son cada vez mayores.

A pesar de las apariencias, el hostigamiento sexual es un componente cultural silencioso y cómplice en este país. Los casos ocurren en todos los niveles y campos profesionales, incluso en aquellos que se supone deberían mantener un estándar ético más alto, como los servidores públicos o los medios de comunicación.

La letra muerta de regulaciones y protecciones que no cumplen su cometido sólo conducen a la desesperanza y a la impunidad. Estados Unidos ya no es “la casa en lo alto de la colina”. Más bien, es una casa que requiere una limpieza a conciencia que debe comenzar con un dialogo honesto sobre los problemas sistémicos que tiene en lugar de hablar de ovejas negras y supuestos casos de excepción.

Periodista

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