Un líder mantiene la cordura en momentos difíciles, traza una ruta para resolver los problemas, llama a la unidad y da esperanza a sus gobernados. Eso es lo que un mandatario haría ante una tragedia. En la cara opuesta de la moneda, tenemos a Donald Trump.

El presidente de Estados Unidos explota sin pena las crisis que le benefician y calla en las situaciones que le son inconvenientes. El caso más reciente es el ataque terrorista del martes pasado en Nueva York, donde ocho personas murieron al ser arrolladas por una camioneta conducida por un inmigrante de Uzbekistán.

Horas después del ataque, Donald Trump culpó a los demócratas y a un programa de lotería de visas de permitir que el autor del ataque, Sayfullo Saipov, ingresara al país.

En su virulento ataque en Twitter, Trump exigió al Congreso cancelar el programa de “lotería de visas”, así como la inmigración en cadena que permite que familiares en este país patrocinen visas a parientes en el extranjero.

Las críticas del presidente fueron dardos precisos a políticas públicas que ha dejado claro desprecia y desea eliminar. Para atizar la llamarada, llamó al atacante “animal”, y dijo que consideraría enviarlo a la prisión de Guantánamo, Cuba, donde la administración del presidente George W. Bush encarceló a los “enemigos combatientes” en la lucha antiterrorista post 9-11.

¡Qué curioso! El primero de octubre pasado Stephen Craig Paddock, de 64 años, oriundo de Iowa, disparó contra una multitud matando a 58 personas en Las Vegas. El ataque perpetrado por un estadounidense blanco fue y sigue siendo descrito como “tiroteo” y no acto doméstico de terrorismo.

Trump se refirió entonces sobre Paddock así: “Los cables se le cruzaron muy feo en el cerebro. Es un hecho muy triste”.

Con 50 muertos más que el ataque de Nueva York, el terrorista de Las Vegas no fue llamado animal, sus acciones no son terrorismo, al tiempo que la administración se negó a discutir el acceso a las armas pues “no quería politizar la tragedia”.

Treinta días separan los eventos de Las Vegas del ataque en Nueva York y parece que el presidente es una persona al abordar un caso y un ser completamente diferente al hablar del segundo.

Los tiroteos masivos se han convertido en tragedias recurrentes, casi cotidianas, en este país. Los estadounidenses dicen: “Si está descompuesto, arréglalo” y claramente las leyes que gobiernan la posesión de armas no responden a los dilemas de esta nación. No obstante, cuando ocurrió la mayor masacre en el más reciente tiroteo Trump optó por callar.

¿Por qué la diferencia en su accionar? Porque es un cínico, sinvergüenza y oportunista que sólo le importa salirse con la suya. Alrededor de 30% de los electores, que constituye su base política, apoya el derecho a poseer y portar armas. Por eso, el presidente calló cuando era necesario debatir la arcaica Segunda Enmienda constitucional —que otorga ese derecho—. Trump necesita a los radicales que lo sostienen en el poder y por eso no permitió el debate sobre las armas.

Por otro lado, el ataque de Nueva York le da municiones para probar que los extranjeros son peligrosos, que el chauvinismo y el nacionalismo ramplón que promueve es la respuesta, que tener a los estadounidenses mirándose el ombligo es mejor que tenerlos difuntos. Y de paso, envenenar el discurso político culpando a sus adversarios de la reciente tragedia.

Un líder consuela a sus gobernados, los une, y delinea una ruta incluyente que los lleve de la penumbra hacia la luz. Pero esa descripción es imposible de aplicarla a un individuo que aprovecha cada desgracia para polarizar e inflamar los ánimos, que enfrenta a unos contra de otros, todo para mantener esa maldita base que le permite seguir saliéndose con la suya.

Periodista

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