Lo que hemos constatado en estos primeros días del gobierno de Andrés Manuel López Obrador es un inicio atropellado, atropellante. Quizás no podría ser de otra forma: debía suponerse que la imposición de un nuevo modelo de país que se reconoce como absolutamente opuesto al anterior, con sus énfasis en la austeridad y la honestidad, no sería terso, que habría resistencias, pero se pensó que vendrían de los poderes fácticos, especialmente de los grupos económicos, y no de un poder constitucional.

Sin embargo, lo que irrumpe en la escena pública es una disputa en la cima, una pugna dispareja porque enfrenta a un titular del Ejecutivo exultante, que expone como argumento definitorio la contundencia de 30 millones de votos y que se acompaña por sus mayorías en ambas cámaras del Congreso de la Unión, contra un Poder Judicial al que corresponde, en el diseño constitucional, la última e inatacable palabra, pero que está disminuido en su imagen pública y desacreditado por sus propios hechos.

En la superficie están las contradicciones entre dos preceptos constitucionales: el 94 que establece que la remuneración que perciban por sus servicios los ministros de la Suprema Corte, los magistrados de Circuito, los Jueces de Distrito y los Consejeros de la Judicatura Federal, así como los magistrados electorales, no podrá ser disminuida durante su encargo y, en contra, el 127, fracción II que prescribe que ningún servidor público podrá recibir una remuneración mayor a la establecida para el Presidente de la República.

En tanto se resuelve la discordancia, estos días han estado marcados por acciones y reacciones que suplantan el diálogo cívico y discreto que debería prevalecer entre Poderes y que han llevado las diferencias a la arena pública. La decisión del ministro Alberto Pérez Dayán, de otorgar una suspensión a la Ley General de Remuneraciones, haciendo una interpretación extralegal de un precepto que no admite duda y la infortunada defensa de los ministros de sus excesivos ingresos, ha tenido severas respuestas del presidente y del senador Ricardo Monreal —por no mencionar las baladronadas del senador Félix Salgado Macedonio: “liquidar” a los ministros rebeldes—. Pero, además, está la determinación de un conjunto de jueces y magistrados federales, de manera inédita, de meterse a la disputa.

A lo largo de muchos años, jueces federales y locales han hecho mucho para ganarse el rechazo social. Una justicia que se puede comprar explica sentencias que han garantizado la impunidad de asesinos confesos o personajes que han saqueado las arcas públicas. Pero, además, en estos días, distintos medios reproducen hallazgos viejos y recientes que prueban el manejo desaseado que se ha impuesto en un Poder que debía ser ejemplo de pulcritud. No ha habido autocontención, todo lo contrario.

Los incrementos al presupuesto del Poder Judicial en los últimos años han sido enormes y han favorecido el despilfarro. Pero lo que está en juego en esta pugna no son los ingresos y los privilegios excesivos de los juzgadores, sino algo esencial: ¿quién manda aquí? El Ejecutivo —y el Congreso de la Unión convertido en su ariete—,se proponen someter a los jueces, entre estos, a los del más alto tribunal y esto es inadmisible.

En este escenario, en el que pierden las instancias que podrían constituirse en contrapesos institucionales (el Poder Judicial y los órganos autónomos), adquiere una relevancia mayúscula, el discurso pronunciado el lunes por el presidente de la CNDH en el que hace un llamado a “que no se condene o estigmatice el legítimo ejercicio y defensa de los derechos; que se respete la pluralidad y el disenso; que no se debilite la institucionalidad democrática precarizándola o haciéndola administrativamente inoperante; que se respete el equilibrio de poderes y las competencias constitucionalmente establecidas; que la ignorancia y la pobreza no sean vistas como virtudes, sino como condiciones que deben superarse si en realidad se busca el desarrollo del país, partiendo del bienestar de sus habitantes. Que se respete la Constitución y las leyes, como producto histórico de las luchas y aspiraciones de nuestro pueblo”.

“Los diferendos entre los Poderes —dijo Luis Raúl González— deben dirimirse en el marco de la Constitución y de sus leyes; no deben transformarse en confrontaciones que polaricen posiciones y dividan a las instituciones y a la sociedad.” Por el bien de todos, primero el respeto a la ley y el diálogo entre poderes.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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