El lunes pasado, el presidente de México dedicó su sesión ante medios a denunciar la manera en que funcionarios de altísimo nivel, incluidos ex titulares del Ejecutivo, usaron su poder y los conocimientos de las “tripas” de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y de Petróleos Mexicanos (Pemex), para suscribir convenios lesivos para esas empresas públicas y, más tarde, usaron la información estratégica en beneficio de firmas proveedoras.

No se trató de una novedad o de una “exclusiva”. En años recientes muchas revelaciones sobre esos manejos se han publicado en distintos medios como resultado de investigaciones de periodistas avezados que encontraron los arreglos entre funcionarios y empresarios para expoliar a las más importantes empresas públicas: Pemex y la CFE. Bajo la lógica del “Estado mínimo”, se dedicaron a derruir las viejas instituciones del Estado de Bienestar —ciertamente precarias y muchas veces corruptas—, casi lo lograron.

En el caso de Pemex, el proceso incluyó el desmantelamiento del Instituto Mexicano del Petróleo (IMP), la jubilación anticipada de técnicos experimentados, la reestructuración de la empresa que llevó a la creación de una estructura macrocefálica con funcionarios que desconocían la industria, pero recibían ingresos y prestaciones excesivos. Lo que siguió fue la puerta giratoria: el salto de esos funcionarios, de esas empresas públicas a grandes corporaciones internacionales del sector energético o a la fundación de firmas proveedoras de las empresas que habían dirigido; muchos de esos exfuncionarios públicos son hoy multimillonarios.

Emilio Lozoya Austin es un ejemplo relevante. El ex consejero de OHL —una de las firmas consentidas de Peña Nieto, marcadas por la corrupción— devino en 2012 miembro del equipo de campaña de Peña Nieto y después director de Pemex. Poco a poco han ido apareciendo denuncias sobre su presunta participación en los sobornos de Odebrecht y en la Estafa Maestra; pese a los múltiples indicios, la PGR lo encubrió durante el sexenio de Enrique Peña Nieto.

Desde hace muchos años el saqueo a la CFE y a Pemex ha sido inaudito: sobreprecios en adquisiciones, la compra de materiales y equipos innecesarios, la contratación de obras inexistentes... Y a todo esto se suma la ordeña de ductos, una actividad criminal cuyos costos son incalculables y que dispuso de una densa red de protección desde adentro de Pemex, tanto de directivos como de empleados de confianza, así como de personal sindicalizado.

Un país que se perfilaba hasta 1970 como potencia media, con vigoroso crecimiento, baja inflación, instituciones de seguridad social y el ascenso social que se tradujo en la creación de una pujante clase media, se extravió entre los populismos de Echeverría y López Portillo (1970-1982) y los excesos de la tecnocracia (1982-2000), los súper gerentes (2000-2006), los cuates (2006-2012) y los paisanos: Atlacomulco al poder (2012-2018).

“La Reforma Energética —anunció en septiembre de 2014, durante su comparecencia en la Cámara de Diputados, el secretario de Energía, Pedro Joaquín Coldwell—, atraerá inversiones por 50 mil millones de dólares sólo entre 2015 y 2018, y contribuirá con un punto porcentual al crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) y generará medio millón de empleos en el mediano plazo”. Pero ese caudal de inversiones que colmarían las arcas públicas y permitiría avanzar en educación, salud y bienestar, resultó un fiasco. Hoy esas instituciones que fueron orgullo de muchas generaciones y aportaron enormes recursos a las finanzas públicas, están virtualmente quebradas.

Las expectativas que generó el anuncio que haría el director de la CFE, Manuel Bartlett, resultaron frustrantes. Más que denuncias sustentadas jurídicamente sobre presuntos hechos delictivos, lo que escuchamos fue un listado de nombres ya muy conocidos, que habrían incurrido en actos censurables desde un punto de vista ético, pero sin transgresión alguna a la ley; y, por otra parte, en varios casos, el secuestro de gasoductos ha sido posible debido a la permisividad gubernamental ante bloqueos y evidentes intentos de chantaje de líderes comunitarios o sindicales, alguno, por cierto, convertido hoy en legislador y miembro de la bancada de Morena.

Lo que se espera de la administración pública no son llamados a cumplir con la ley de Dios, sino a que cumplan con otras muy terrenales como el Código Penal, la Ley General de Vías de Comunicación o la Ley de Responsabilidades. ¿Cuándo pasaremos de las denuncias estruendosas —no siempre sustentadas—, a las carpetas de investigación, la sujeción a proceso y las sentencias condenatorias, única forma de evitar que sigan jodiendo a México?

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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