“Nos secuestran, nos violan
y nos matan, y nadie hace
nada, carajo”. WeraSupernova

Sólo imaginarlo, duele... Vislumbrar el trayecto de la alegría al asombro, al desconcierto, y el tránsito del desconcierto al pánico, al terror... Imaginar a un sujeto torvo imponiendo su ventaja física para robarle la sonrisa y cancelar los sueños de una jovencita alegre, bonita, con toda una promesa de vida por delante.

Las denuncias, las marchas y los gritos de dolor por la violencia contra las mujeres no tocan, no conmueven a autoridades insensibles, imperturbables. Nada ocurrió después de la memorable marcha de 2004, por el contrario, la delincuencia ha seguido creciendo: hoy contamos más secuestrados, más muertos, más desaparecidos que entonces y los aparatos de procuración y administración de justicia mantienen su descomposición.

Pero además de ese clima generalizado de criminalidad, en México el machismo es la cultura dominante, en el que se vive una violencia a flor de piel; en donde sus mujeres están expuestas desde el hogar al maltrato, la vejación, incluso a la muerte… Es un país en el que a muchas mujeres, sobre todo jovencitas, la realidad les quita la sonrisa, las ganas de vivir con libertad, con alegría, sin miedo. En México, ser mujer es vivir en riesgo.

Y frente a estos hechos, asombra la estupidez de quienes pretenden explicar las agresiones a mujeres porque visten con alegría, con coquetería o porque salen de noche a tomar unas copas y departir con sus amigos.

Son muchos los casos de mujeres asaltadas en taxis que de repente son abordados por los cómplices del conductor y las someten a golpes y ni las autoridades ni los concesionarios aplican sistemas de control de confianza a los choferes que garanticen su recto desempeño.

No hace mucho nos golpeó la noticia de Valeria, otra pequeña secuestrada y asesinada en un transporte colectivo en Nezahualcóyotl. Y ahora resulta que en los supuestos taxis “de seguridad”, los de Uber o Cabify, se multiplican las denuncias; como tantas cosas en este país, se vendieron como una alternativa de primer mundo, pero se degradaron pronto.

Mara Fernanda Castilla era una joven universitaria alegre y sensible. Su homicidio hoy nos sacude, pero no menos dolorosas son las muertes de modestas trabajadoras de una maquiladora (“las muertas de Juárez”), o de habitantes de un municipio pobre como Ecatepec, en el Estado de México, o las muchas mujeres asesinadas en otros puntos de la geografía del país, cuyos deudos siguen clamando justicia ante la pachorra, la ineptitud, la insensibilidad o la connivencia de las autoridades.

En estos días hay otras mujeres desaparecidas y hay otros padres y hermanos angustiados porque no han vuelto a casa y hay bestias lastimándolas o, quizás, disponiendo de sus cuerpos.

Pero están también las mujeres esclavizadas para la trata. En Tlaxcala, a pocos minutos de la capital del país, hay poblaciones —como Tenancingo, capital de la explotación sexual— tristemente célebres porque muchos de sus pobladores viven de la trata, a los niños los preparan para ser padrotes; todos lo sabemos, pero las autoridades callan y simulan.

Cada muerta es como una muerte propia. Como el asesinato de Marisela Escobar. Guardo en la memoria su grito de dolor ante la aberrante decisión de tres magistrados de Chihuahua que decretaron la libertad del asesino confeso de su hija y guardo también las imágenes de su ejecución frente al palacio de Gobierno donde acampaba exigiendo justicia.

¿Cuántos años han pasado desde la detención de los responsables del secuestro y asesinato de Silvia, la hija de Nelson Vargas? Y ni siquiera en un asunto de fuerte impacto en los medios, los jueces cumplen con su encomienda de hacer una justicia pronta y expedita, como los magistrados Antonio Soto Martínez, Arturo Gómez Ocaña y Alfonso Ortiz Díaz que hace unos días decretaron la libertad del violador de Karla, en Veracruz.

Lo siento, pero no puedo ser civilizado en casos como este en que lastiman y asesinan mujeres, no creo que su condena deba ser, como muchos claman, la pena de muerte, por el contrario, pienso que a estos criminales deben darles la pena máxima para que se pudran el resto de sus días, 40 o 50 años en una cárcel inmunda, comiendo “ranchos” miserables, disputando espacio con otros tan roñosos como ellos, viviendo hasta el fin de sus días en condiciones sórdidas.

¿Por qué todo se echa a perder en nuestro México? ¿No tenemos remedio?

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

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